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En 1980, Hunter S. Thompson recibe la propuesta de una revista deportiva semidesconocida llamada Running para cubrir en Hawái la maratón de Honolulú (el “superbowl de las maratones”, como se la conoce en el ambiente de los corredores), un circuito natural de cuarenta y dos kilómetros de extensión que suele congregar a más de diez mil participantes en ese lugar que un imaginario popular nunca consensuado —y alimentado a mansalva por el cine y la literatura— sabe identificar como un posible paraíso en la Tierra. Tentado por la posibilidad de unas breves vacaciones con todos los gastos pagos, Thompson convoca a su amigo, el artista Ralph Steadman, para que lo acompañe, y acomete el encargo con la moral y la determinación del “Continental Op” creado por Dashiell Hammett para Cosecha roja. Así que digámoslo enseguida: Thompson, antes que para cubrir el evento, parece lanzarse a las costas de Hawái para sabotearlo, pertrechado con su habitual arsenal de alcohol, drogas y máquinas de escribir. Su llegada a las islas coincide con la Navidad y, en el plano local, con la época de la fiesta anual de Lono, dios pendenciero, profeta del exceso y la abundancia que marcaron los días previos a la llegada del hombre blanco, y que parece regir, todavía, los destinos de la isla desde un más allá carnavalesco y desquiciado. En la estela trágico-farsesca del Capitán Cook, el conquistador británico y descubridor oficial del archipiélago que en 1779 fue considerado por los nativos como la mismísima encarnación de Lono, Thompson arriba al lugar en plena eclosión del llamado “clima de Kona” —una seguidilla de catastróficas tormentas que barren las playas con olas de siete metros de altura—, por lo que su encargo periodístico inicial, distorsionado por el imperio de los excesos, deviene en una catarsis volcánica potenciada por el aislamiento y fogoneada con whisky y mezcalina. La banda que lo acompaña en el proceso incluye a un asesor financiero metido en un insólito proyecto de tráfico de marihuana entre la isla y Texas, un ex piloto de helicópteros para la CIA en Saigón que llega a Hawái para cubrir la maratón como fotógrafo y el capitán de un barco pesquero empeñado en que Thompson y sus amigos se lleven de regreso el pez espada más monstruoso que se pueda imaginar, objetivo que intentarán concretar durante la expedición de pesca más descontrolada de la historia de la literatura. La simple descripción de esta serie de episodios desaforados no haría justicia, sin embargo, a lo que es una ajustada pieza de periodismo cultural escrita a miles de revoluciones por página. La fama que precede a Thompson —acuñada, paradójicamente, por la que quizás sea su obra menos lograda, Miedo y asco en Las Vegas (1971)— no debería nublar la vista en el momento de apreciar su corrosiva capacidad para peinar étnicamente el archipiélago en unos pocos y contundentes párrafos, cifrar la desazón política de toda una generación que siguió a los años de Nixon, Kennedy y Carter —reflexión que se lanza desde un lugar, para más datos, donde todavía soplan las respiraciones inflamadas de pólvora de Pearl Harbour— y anticipar, hace casi treinta años, los delirios de exigencia física que alimentan esa “sociedad del rendimiento” con la que algunos filósofos y ensayistas posmodernos vienen llenando hace rato páginas y páginas que casi siempre dicen lo mismo. Como simple botón de muestra, basta leer los capítulos titulados “La generación maldita” —donde Thompson, provisto de una botella de whisky, ve pasar a los corredores y no deja de preguntarse “por qué diablos corren”—, “La tierra de Po” y “Pateando culos en Kona” (donde el relato de los entresijos del negocio pesquero local deja en claro que Thompson, cuando quería, podía escribir casi tan bien como Truman Capote) para empezar a despegar definitivamente al gran hacedor del gonzo de esa “estética del reviente” en la que él podía sentirse muy cómodo, pero que, definitivamente, no le hace justicia.
Hunter S. Thompson, La maldición de Lono, traducción de Jesús Gomez Gutiérrez, Sexto Piso, 2016, 208 págs.
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