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Leer a Thomas Bernhard es exponerse a una forma casi musical de la invectiva. Todo en su prosa juega a favor de estrangular a su víctima de ocasión —Austria, las más de las veces: sus ciudades, su gente— a base de ritornelos que en la acumulación lectora pueden sonar como iteraciones solapadas del mismo acorde. Bernhard canta su asco y su odio como si desconociera cualquier otra purga que no implique un rumiar de obseso, un histrionismo arpegiado, y en esa terca ausencia de dosificación quizás se pierda la gravidez de algunas omisiones.
Recorte exiguo de un libro póstumo en el que repasó los premios literarios obtenidos durante su carrera, Las posesiones se autodelata desde el título. Las dos crónicas que lo integran no hablan de la importancia supuesta o arrogada de un par de logros, tampoco del acto ceremonial que incluye la toma del micrófono y el alud de los aplausos, sino de la posesión llana. Los premios literarios suelen venir con un estímulo material, en metálico, que el escritor recibe con mesura o euforia, y la posibilidad de redirigirlo al consumo, al gasto en placeres, a la cancelación de deudas o a la mera continuidad de la subsistencia económica es lo único que Bernhard examina en estas páginas. Que se trate de un gesto deliberado o casual, un accidente o el móvil furtivo de una edición llamativamente acotada, da lo mismo. Desconfiar resulta obligatorio: ¿qué más queda cuando el dinero es lo primero que hay?
“No fue el premio mismo el que me salvó de mi catástrofe anímica, incluso existencial, sino el pensamiento de poder enderezar mi vida con el premio de diez mil marcos, darle un giro radical, volver a hacerla posible”, admite Bernhard al rememorar la obtención del Premio Bremen por Helada, su debut novelístico. La salida del desasosiego, si bien momentánea, se cifra en el emolumento y en las aspiraciones que despierta. Crecido en un hogar pobre, sin bienestar de ningún tipo —como una y otra vez declara en su pentalogía autobiográfica—, el escritor treintañero sólo piensa en comprarse una casa. El premio basta para cubrir la primera cuota: un crédito tendrá que solventar lo demás. La descripción que Bernhard hace de la granja elegida —unas paredes al borde de la abstracción, la niebla que esfuma el terreno— circunda la comicidad sin permitirse la risa. Y si en la segunda crónica el Premio Julius Campe devendrá en algo más patente —un Triumph Herald, auto cuyo nombre repica polivalente mientras Bernhard acelera por rutas de montaña—, más temprano que tarde la realidad volverá al cero que en el fondo nunca abandonó y lo que fuera que el premio trajo combustionará con la celeridad que lo cristalizó en un principio.
En el segundo texto hay apenas una instancia de consuelo, el saberse ascendido a la estela de Campe y de Heine, pero es sólo otra posesión, una más de las validaciones exteriores con las que los homenajeados se embaucan. Que Bernhard ni siquiera dedique un párrafo a la naturaleza íntima de los premios literarios, la vacancia que fracasan en colmar, la desconexión parcial o absoluta con los rudimentos esenciales de la interrogación del lenguaje y la lucha con la palabra, no quiere decir que la ignore. Más bien lo contrario: ocuparse con exclusividad del botín, sobreabundar en sus precariedades, tal vez sea una acusación más eficiente.
Thomas Bernhard, Las posesiones, prólogo de Andrés Barba y traducción de Miguel Sáenz, Gris Tormenta, 2024, 80 págs.
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