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No es posible concebir dos escritores tan distantes y distintos como Philip K. Dick y Emmanuel Carrère. Hasta que Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos —publicado en 1993 y reeditado recientemente por Anagrama— viene en retrospectiva no sólo a elucidar la comunión entre ambos, sino también a demostrar que el francés es el testamentario ideal del profético estadounidense. El lazo entre biógrafo y biografiado se reproduce en la lectura de los Evangelios de la reciente El Reino (2014), donde, además de revelar la contratación diferida en el tiempo y por azar de una misma niñera, Carrère confiesa la obsesión compartida con Dick por el Dios cristiano, remontándose al período de crisis autoral y efervescencia religiosa de dos décadas atrás en que había escrito Yo estoy vivo… Tras ese libro de quiebre, Carrère se vuelve un reputado cultivador (y personaje) de la non-fiction global, así como el creyente escéptico de El Reino.
Cronológica y apolínea, la narración de Carrère cifra aquello que todo dickiano conoce y que cualquier allegado absorberá como iniciación narcótica, efecto equiparable al desencadenado por los textos de Dick: difícil encontrar una vida tan consustanciada con su obra en términos de agilidad episódica, peripecia metafísica y eficacia mitológica. Las circunstancias extraordinarias que tejen la santa postal pop fueron condensadas por Robert Crumb en un par de históricas viñetas underground y son desplegadas en más de trescientas páginas por Carrère: la muerte de su hermana melliza a semanas del nacimiento —que lo turba para siempre y planta la semilla de esa dimensión más real que la mortal desplazada a sus ficciones—, seguida de una lápida contigua con su deceso virtual esperándolo en Fort Morgan durante cincuenta y tres años; la cotidianidad signada por maratones de redacción anfetamínica, altibajos económicos y matrimonios erráticos; la espiritualidad psicodélica y la política persecutoria de la Guerra Fría, que exacerban su paranoia; las visiones, las voces del más allá, la conversión al catolicismo y la esquizofrenia mística coronada por una conferencia en Francia que acaba en papelón; y un afiebrado caudal de relatos centrados en quitar el velo de lo real con la ciencia ficción como matrix que le merecieron reconocimiento póstumo.
La clave literaria de Dick se recorre de modo salpicado en el I Ching tirado para componer El hombre en el castillo (1962); el primer atisbo epifánico que lo convierte en gurú lisérgico con Los tres estigmas de Palmer Eldritch (1965), que un John Lennon en pleno viaje lee en una habitación de hotel canadiense junto a Timothy Leary exclamando “¡Era esto! ¡Era exactamente esto!”; las lecturas de Alan Turing sobre inteligencia artificial y conciencia humana que alimentan ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968); el paradigmático “Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos” de Ubik (1969), que sirve al título; la revancha contra Richard Nixon de Fluyan mis lágrimas, dijo el policía (1974); las drogas y su corrosión en Una mirada a la oscuridad (1977); la deidad extrasensorial que le dicta salvar a su hijo enfermo corporizada en Valis (1981) y las amnésicas ocho mil páginas de una inédita Exégesis, garrapateadas en sus últimos y agónicos años de existencia. Divertida, fascinante, picaresca y terrorífica, Yo estoy vivo… impone la fe en la persistencia de un enigma cósmico que para Dick resultó tragedia consagratoria, y para Carrère, la génesis de su salvación.
Emmanuel Carrère, Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos, traducción de Marcelo Trombetta, Anagrama, 2018, 376 págs.
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