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Una peluquera parlanchina, hacendosa, pendiente de los detalles y dedicada a satisfacer el deseo de los demás, irrumpe en la soledad del salón y se dirige al público como si tratara con clientes. La escenografía, el peinado y el vestuario nos ubican temporalmente en los años setenta, en la cotidianeidad de un oficio que hace de la apariencia su fortaleza y se propone que el espejo devuelva una imagen mejorada, nueva, más feliz quizás.
Después de esta presentación, Irina Alonso, dramaturga de la obra y actriz protagonista, se aparta por un momento del personaje y comparte con los espectadores, devenidos testigos, una serie de datos biográficos que se convierten en información necesaria para empezar a reconstruir la historia. Son otros los detalles que aparecen en boca de Irina, sucesos que esperaron pacientes que llegara el momento de salir a la luz, de abandonar su condición de secreto familiar para dar cuenta de una larga serie de injusticias.
La peluquera que interpreta es su tía Inés, alguien a quien ella ha querido y que murió cuando Irina era todavía una niña. El paso de los años y el cambio en el modo de mirar a las mujeres le mostraron que había mucho que contar sobre ella y sobre el silencio que la acompañó gran parte de su vida.
“Pensar en un nombre se parece a salvarlo”, dice Irina, citando a Roberto Juarroz. Y lo que vemos es el intento de complejizar ese nombre, de hacer de “la mudita” y de Inés una misma persona. Sin disociaciones, el personaje que Irina crea es el de una mujer a la que un hombre, la ley patriarcal y el sentido común de la época le arrebataron hasta la posibilidad de reclamar y que encuentra en los peinados elegantes la distracción necesaria para sobrevivir.
“Mudita” es un diminutivo, un apodo familiar que Inés arrastra desde la infancia y la encasilla en el lugar de la debilidad. “La gente está del lado de los fuertes”, denuncia, impotente. Repite palabras que son de otros, de los fuertes, sus victimarios, y se vuelven contra ella de una manera feroz. Repite como tratando de entender y no puede: “patria potestad”, “prostituta” son conceptos que suenan a pura abstracción frente a lo insoportable. Repite palabras para convencerse de que esas otras que no entiende no van a poder con ella. Para no sentir, repite: “pensar lindo”; para no resignarse, repite: “te voy a sacar de acá muy pronto”, y todo lo que recibe como respuesta del afuera es un: “no insista”.
La vida parece pedirle que se calle porque las respuestas que busca en su tiempo se responden en este, décadas después. Irina resignifica la vida de Inés, subraya que, a pesar de la realidad más adversa, su tía y tantas otras mujeres tuvieron, tienen, el tipo de fortaleza que nace y se sustenta en la sensibilidad. “Hay que seguir adelante”, dice el personaje, confiando en que el camino llevará a algún lado, y si no se llega a nada, no importa, seguir es una forma de resistencia.
El camino de “la mudita”, todo aquello que no pudo poner en palabras encuentra un destino en Irina, la sobrina-actriz que la nombra Inés, que encuentra las piezas faltantes del rompecabezas y valida la lucha solitaria de su tía. Hay en este biodrama un manejo sutil de la tensión dramática, de pronto una se siente atravesada por la emoción sin el registro consciente de cómo fue que llegó a ese punto.
Quizás la frustración más grande, que se compensa con esta obra, haya sido para Inés no poder compartir su tragedia con nadie, no haber podido darle entidad a su padecimiento.
Irina vuelve entonces sobre lo inconcluso y piensa por ella, siente con ella y le dice: “acá estoy, te escuché, esta voz mía es tuya”. “Para pedirle al dolor que ya no vuelva más, somos dos, somos dos…”, suena en la radio ya hacia el final y los aplausos agradecen largamente la capacidad reparadora del amor hecha teatro.
La mudita, dramaturgia y dirección de Irina Alonso, CELCIT, Buenos Aires.
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