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¿Podría haber teatro sin un público que ocupe el lugar de lo público? ¿A quién se dirige una creación artística? ¿Hay teatro en la pura privacidad? Son preguntas que me surgen en algún momento de la función de Proyecto Quevedo. Un poco a la manera del problema enunciado en el koan zen: ¿hace ruido el árbol al caer si nadie lo escucha? La pregunta, sin perder con ello su categoría ontológica/filosófica, podría ser remodelada para volverla más cercana a nuestra cotidianidad: si un árbol cae, ¿lo escuchamos? O bien: en la caída de un árbol, ¿qué escuchamos? Estas pequeñas especulaciones quizás se justifiquen por el hecho de que en este soberbio trabajo actoral de Cristina Banegas hay algo que podría considerarse en el orden de la caída, o tal vez en el espacio de quien la escucha y, a través de la poesía, la amortigua.
De esta composición de Banegas podría decirse que, si llevara el nombre de una forma musical, se trataría de un capriccio. La explicación podría darse por el hecho de que hay en su trabajo una relación con el virtuosismo, por supuesto; pero también, y sobre todo, por lo que la palabra refiere en su acepción más llana, en lo que el término transmite desde su significado ordinario: una determinación tomada por un antojo, por humor o por un deleite. Proyecto Quevedo puede verse, en este sentido, como la cristalización de una forma a través de la conjunción de dos elementos cuyas alusiones son, en principio, puramente privadas: la poesía de Francisco de Quevedo y una mesa de cristal. Porque ¿qué habría más privado que la inasequible relación de amor entre una lectora y un libro amado? ¿O qué más personal que lo que evoca para una actriz, en el momento de actuar, la utilización de un mueble familiar? El teatro permite la transfiguración que hace posible pasar del homenaje privado a una madre (“Nelly Prince, pionera de la televisión argentina, actriz, locutora, cantora exquisita de tangos”) a la construcción de una representación casi alegórica en la que una selección de sonetos de Quevedo (satíricos, filosóficos, siempre poéticos) adquieren una curvatura a la que los arrastra la entonación de Banegas. Pareciera que se acercara a ellos a través de los movimientos de su cuerpo, en la precisa puesta en escena de Jorge Thefs.
En términos estrictos, de eso se compone Proyecto Quevedo: las flexiones de una voz, la potencia de unas palabras, las torsiones de un cuerpo. Pero como sucede siempre con el arte, se trata también de algo más, no fácilmente ubicable ni reconocible. Al ver a la protagonista moverse en ese mínimo espacio escénico, uno puede preguntarse, casi a la manera del poema de Susana Thénon: ¿qué hace esa mujer? ¿está loca esa mujer? En definitiva, desde sus comienzos la filosofía pensó la poesía en términos de una locura que era sabiduría proveniente de la divinidad. Y eso parece jugarse en la fuerte presencia escénica de Banegas, en el blanco de su ropa y de sus cabellos, como si a través de su figura cargara, durante el tiempo que dura la representación, con todas las libres asociaciones que puede despertar su performance en quien la escucha y la mira. ¿Quizás esa mujer esté en un hospicio, sola con su memoria y un libro, viviendo “en conversación con los difuntos” y “escuchando con los ojos a los muertos”? ¿O la blancura de su ropa es más bien la de la santidad y la pureza? Tal vez esos textos sean un oráculo en la voz de una pitonisa. ¿O su saber es el de la amarga experiencia que no ha hecho más que comprobar qué “poderoso caballero / es don Dinero”, ya que “da y quita el decoro / y quebranta cualquier fuero”? La mesa de cristal sobre la que Banegas se tuerce y se despliega se vuelve metáfora de la poesía: frágil en apariencia, siempre en peligro de romperse, pero en realidad sólido punto de apoyo para el cansancio del cuerpo.
Como en una especie de contrapunto escénico, Lucía Gómez acompaña a Banegas y aporta música a través de un violonchelo con el que produce líneas melódicas que a veces, en su obsesión, parecen anunciar una catarsis que irrumpirá en el texto, y otras, aligerar la amenaza de solemnidad que pudieran generar las barrocas alocuciones de las poesías.
La distinción entre lo público y lo privado, como discusión, pareciera perimida a los ojos de nuestro tiempo. ¿Qué nos queda de privado? ¿Qué de público? “Tal vez en estos tiempos oscuros la poesía sobre un cristal sea un acto de resistencia inquebrantable, una epifanía sobre fondo del horror”, señala Banegas al referirse a la obra, quizás dando a su vez a entender que esa revelación que es el hecho poético, al igual que el teatro, implica y necesita, siempre, de la presencia y un hacer con un otro.
Proyecto Quevedo, selección de textos de Cristina Banegas y Carlos Gamerro, dirección de Jorge Thefs, ArtHaus, Buenos Aires.
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