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El rastreador de alegorías urbanas Ezequiel Martínez Estrada una vez escribió: “La diferencia que hay entre el viajero y el viaje es infinita”. Con esta sentencia, el ensayista de la pampa se refería a la dificultad de cohesionar un país en el que la población se asemeja a la quietud de los pájaros después del desbande. Como un baqueano de las ciudades, Martínez Estrada se incorporaba al ritmo agitado de ferrocarriles, aceras y calzadas populosas; es así como la microscopía estradiana evoca la textura inquieta de Buenos Aires a mediados del siglo pasado. El mismo empeño de recolector de vestigios encontramos en Diario del archivo, el reciente libro de Manuel Quaranta que piensa el archivo como extracto y organigrama de un territorio (el panorama artístico de los noventa en la capital porteña), y el diario, en una doble vertiente: “pacto con otros” (debido a su confesa ineptitud de hacerlo por sí solo) y búsqueda de adaptación (en este aspecto hallamos los matices autobiográficos del texto).
Aunque una presiente que el autor es un personaje en constante fuera de escena, el ojo de Quaranta promete un punto de vista distinto sobre los archivos, no sólo más próximo, sino interno a la evidencia material de lo que una metrópoli produce y encarna en una época que, en retrospectiva, se ha desencantado de sí misma. A poco de arribar a la ciudad de Buenos Aires desde Rosario, la galería Ruth Benzacar se ofrece como apoyatura sólida de su “estar buscando”, una disposición que también inspiró su Diario de Islandia (2021), cuando Quaranta se aventuró en los paisajes nórdicos como profesor visitante de una universidad islandesa. Esta vez la excusa lo desplaza hacia el corazón de la escena artística de los noventa aunque, con la aquiescencia del autor, podríamos decir que ni en uno ni en otro caso el propósito del diario es el que se manifiesta a simple vista: “Mi fantasía, en realidad, es no tener un objeto de estudio a priori”. Si bien advertimos que contar la historia de la galería puede estar en el epicentro de sus intereses, a poco de avanzar comprendemos que el autor se deja llevar por la deriva. Pero la dispersión es entendida no como error o fracaso de lo esperable, sino como expresión de una condición existencial e, incluso, como un modo específico de causalidad en el sistema de intrigas que se despliega a medida que avanzamos en el texto. Finalmente, la investigación de Quaranta abre otro mundo de sensibilidades en torno a los archivos. Su gesto no reside en el arte mediocre de ordenar los síntomas de una década jubilosamente sombría, sino que ensancha el horizonte de la pertenencia temporal y monta nuevos acontecimientos narrativos alrededor de las biografías elegidas.
Por vía de contener la dispersión, el autor delimita su investigación a unos cuantos nombres icónicos de la escena artística de los noventa y los sitúa en el presente. Aclaremos, sin embargo, que Quaranta no cumple con la delimitación autoimpuesta en su Diario y abre “cajas” de artistas fuera del recorte estipulado; valen de ejemplos Mariana Telleria, Adrián Villar Rojas y Stella Ticera.
Cada desvío que impone la búsqueda de Quaranta se opone al ingenio de los puritanos profesionales, policías y en ocasiones criminales de la crítica (¡y se lo agradecemos!). El acercamiento a los objetos (catálogos, notas, fotos, recortes periodísticos) y a sus interlocutores consiste en poner en escena una torpeza dosificada, entre el desvarío y la repetición de un plan de acciones imposibles.
El método del autor es inexistente; por esto, antes que de “métodos” podríamos decir que su procedimiento es parte de una cautela arqueológica (su organización reside en la analogía más que en la lógica) en la que se repite a sí mismo hasta volverse un personaje de su propia ficción. Queda dicho así que creación y repetición, más que oponerse, se corresponden. Sólo por medio de la repetición es posible abrirse paso y, por más leve que sea el corrimiento, el movimiento que se actualiza en su doble deja de ser una réplica en el momento en que se lo ejecuta.
Como un inclasificado, Quaranta ensaya una topología circunstancial de los archivos; fija su mirada en los detalles para revelar otros temas de la coyuntura (como la intrincada relación entre arte y mercado, o la trama afectiva de estos espacios) en los que rápidamente hallamos su vigencia: “En los noventa los vínculos afectivos quedaban afuera de la galería, después se convirtieron en un modo de trabajar”.
El autor de La muerte de Manuel Quaranta (2015) fuerza su extranjería en el contacto con los archivos y con la ciudad hasta volverlos materia prima de su investigación. La habilidad de Quaranta es la de llevarnos por el camino sinuoso de una relación con referencias, recuerdos, sensaciones y finales absurdos. Una vez acabada nuestra lectura, confirmaremos aquello que asoma como hipótesis casi al comienzo: “Ojalá no termine siendo yo mismo el tema”.
Manuel Quaranta, Diario del archivo, Mansalva, 2023, 72 págs.
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