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A propósito de Endless II, de Patricia Martínez

DISCUSIÓN

Hay obras que nos desestabilizan cuando creemos acercarnos a su secreto. O tambalea la emoción por lo contrario: nos separamos de las certezas que se insinúan. Es lo que pudo haber ocurrido con Endless II, de Patricia Martínez. Compuesta en algún momento de 2022 para clarinete, saxo alto, percusión, piano, violín y violonchelo, fue estrenada por el virtuoso Ensamble Arthaus el 6 de agosto pasado. La trayectoria de Martínez es fundamental para un acercamiento a la actividad de la llamada música contemporánea de los últimos años. Endless II forma parte de un ciclo mayor de obras y tiene un ascético pero poderoso componente teatral.

Difícil hablar sobre Endless II. Una dificultad endless. Nada mejor entonces que abrazarnos a la convención. Describamos mientras tanto sus contornos. Mencionemos al pasar procedimientos. Digamos que la pieza comienza a oscuras y que después de quince segundos, una luz apunta hacia los intérpretes y el director otros diez segundos. La música, pide la autora, debe llegarnos “desde otros mundos, otros tiempos” que se anuncian fortísimo con el multifónico del saxo y el microdesplazamiento ascendente del clarinete, acompañado por las cuerdas. Explosión y resonancia. Un gesto que se disuelve y se repite, estructura el recorrido, mientras van cobrando brío los parches con golpes cada vez más articulados, en sostenido diálogo con el piano. Textura y punctum (pienso en algo más que un campo pulsado: la punzada sugerida por Barthes cuando una imagen atraviesa al receptor, en este caso, el oído). Gesto mínimo e insistente sobre una superficie rugosa, la de las tripas.

¿Se puede ir más allá? Se debe, pero no tan rápido. Hay una indicación para los intérpretes que imprime un giro escénico. “De repente, al terminar de tocar, levantate, hacé rebotar los brazos hasta que queden completamente estirados, paralelos, por encima de la cabeza, mirando a tu instrumento, paralizados”. Estamos acercándonos a la mitad de Endless II. De inmediato irrumpe otra lengua. Palabras. Los músicos miran al público y musitan un texto en alemán. La traducción se proyecta sobre una pantalla. “Me quedo quieto y todo gira. El tiempo se detiene. ¿Qué es lo que sigue?”. Lo ha escrito Giuliana Kierz, una dramaturga argentina que reside en Berlín. ¿Qué sigue? Un silencio de veintidós segundos. Martínez quiere que los intérpretes reaccionen de a poco, “con momentos de temblor corporal”. A partir de ese momento, la obra no da respiro. “El fin”, se susurra a modo de respuesta. La frase queda en el aire y se comprende cabalmente unos cuarenta compases más tarde. “El fin de la tristeza, de la soledad, de todo lo conocido”.

Patricia Martínez compuso Endless II poco antes de su muerte, el 22 de octubre de 2022, a los cuarenta y nueve años.

La noticia sobre su partida estremeció al campo musical. Escuchadas desde el presente, algunas de sus últimas obras nos conectan con un dolor insondable y a la vez elocuente. La ópera de cámara La niña helada (2017), con texto de Mariano Saba, es la historia real de una imposibilidad. Ante la enfermedad de su pequeña hija, un padre decide apelar a un procedimiento de criopreservación: el enfriamiento de un cuerpo que ya no da signos de vida. La ópera pone en escena el problema de una negación. Cómo no sentir ese mismo frío desde la platea (¿lo he sentido entonces?, ¿reescribo mi experiencia? ¿Salí aterido de la sala o es ahora, como un efecto residual, que viene el escalofrío?). La niña helada fue objeto de ponderaciones y un premio institucional. En 2019, la Compañía Oblicua que dirige Marcelo Delgado estrenó Expansión / El fin del mundo, para piano, percusión, clarinetes y violonchelo (ese mismo año dieron a conocer “La hora del conejo”, una composición que Marta Lambertini, fallecida meses antes, a los ochenta y dos años, no había llegado a terminar: como el Arte de la fuga, se corta abruptamente con el filo de la fatalidad). Algunas situaciones teatrales se emparentan por su sutileza y concisión con Endless II. “Luego de contar 13 ataques, empezar a tocar, siempre con los ojos cerrados, pero apenas levantando la cabeza al producir sonido, y mientras inspirás, como si el cello desprendiera un aroma incomprensible”, solicita. Hay también materiales conexos. A diferencia de la obra que acaba de dar a conocer el Ensamble Arthaus, Martínez prescinde en Expansión / El fin del mundo de un soporte textual: se vale de una imagen creada por Ana Lignelli, capaz de traducir la angustia y el desamparo que describe el título. Fue un pedido expreso de la compositora. “Estoy buscando una imagen gigante, pero de una congoja profunda, algo que no sea explícito, sino, como te dijera, una especie de sombra fantasmal de algo desconocido”, leyó Lignelli en su Whatsapp. La ilustración debe transmitir “una oscuridad estremecedora, como si fuera el fin del mundo, pero también interno”. Martínez lo explica con otra analogía: “una especie de incendio amazónico infinito”. Y esa apelación a lo que no tiene límite se conecta a su vez con Endless II. Esta obra se destaca, como muchas otras, por la destreza de su confección. Sus casi ocho minutos, con instantes de exquisita sensibilidad, tienen el poder de atrapar al oyente y no soltarlo. El imaginario de Martínez, sutil y a la vez salvaje, abonaría una fantasiosa escucha autónoma. Sin embargo, esas palabras que se incrustan sobre la pared como la cavilación de un yo que es también un nosotros, porque esa voz que se interroga por lo que sigue podría ser la nuestra, le confieren una nueva unidad, un sentido distinto: desbaratan toda tentativa de valoración abstracta (mero juego de formas en el espacio) y un placer desinteresado.

Sostiene el historiador francés Philippe Ariès que la actitud antigua ante la muerte era familiar, cercana, atenuada e indiferente, es decir, opuesta a la que se instituye en el siglo XX, “donde da miedo al punto de que ya no nos atrevemos a pronunciar su nombre”. Se vuelve desde entonces “vergonzosa y un objeto de censura”. En su ensayo Morir en Occidente, desde la Edad Media hasta nuestros días, Ariès cita al sociólogo inglés Geoffrey Gorer, para quien la muerte se ha convertido en tabú y reemplazó al sexo como principal censura. Y añade algo que nos devolverá pronto a la música. Hasta el siglo XVIII, la muerte concernía a aquel que sentía su amenaza y proximidad. El testamento fue originalmente el medio por el cual se expresaban (a menudo de manera muy personal) los pensamientos íntimos, la fe religiosa, el apego a las cosas, a Dios y a los seres amados, así como las decisiones adoptadas para garantizar la salvación del alma y el descanso del cuerpo. Antes que un acto de derecho privado para transmitir una herencia, un documento depositario de pensamientos profundos y convicciones.

Podemos, por lo tanto, preguntarnos, siguiendo esa lógica abolida, si no estamos a veces frente a músicas testamentarias que, por su condición, su pliegue meditativo, redoblan el impacto. Endless II podría formar parte de esa serie. Vuelvo hacia atrás y me encuentro con el Réquiem de Mozart: un compositor que escribe su propia música de difuntos. Un ruego por su propia alma que quedó inconcluso. Mozart murió en 1791, antes de terminarla. Me vienen a la memoria también los Quatre chants pour franchir le seuil, de Gérard Grisey, para voz de soprano y quince instrumentos. Grisey, uno de los grandes renovadores de la escena francesa y europea, empezó a escribirlos en 1996. En sus propias palabras, se trata de “una meditación musical sobre la muerte en cuatro partes: la muerte del ángel, la muerte de la civilización, la muerte de la voz y la muerte de la humanidad”. Los textos elegidos pertenecen a cuatro civilizaciones (cristiana, egipcia, griega y mesopotámica) y todos comparten un discurso fragmentario sobre lo inevitable. Grisey falleció a los cincuenta y dos años, en 1998, poco después de concluirla. Estamos frente a una obra enorme, de más de cuarenta minutos que, en la voz de la soprano Barbara Hannigan, adquiere un dramatismo portentoso.

¿Música de y sobre umbrales? Poco antes de su fallecimiento, en 2004, el italiano Fausto Romitelli se unió a su amigo Paolo Pachini y la poetisa Kenka Lèkovich para llevar a cabo una suerte de arte escénico total a la manera de los futuristas. An Index of Metals combina un teatro de la imagen con una composición acústica y eléctrica, filtrada, trabajada en el espacio. Anamorfosis y saturación. Espectralismo, heredado de Grisey, y psicodelia. Pink Floyd y el pop cutre. Y, ahí, el bajo y la guitarra eléctricas, apuntalando una atmósfera fúnebre. “Madrigalismo de la Caída: un deslizamiento sin fin de toda melodía hacia la tumba, de toda armonía hacia su disolución, de todo timbre hacia su propio ruido caduco”, se lee en el booklet del CD que grabó el ensamble Ictus. “¿Tenía el compositor la premonición de que esta sería su última obra?”. El musicólogo Alessando Arbo, amigo de Romitelli, define An Index of Metals como una obra maestra impulsada por la urgencia. Lo terminal es un gesto único y paradójico: innovador y melancólico. Heroísmo y agotamiento a la vez.

La muerte es un espejo en el que se refleja todo el sentido de la vida”, apunta Sogyal Rimpoché en El libro tibetano de la vida y de la muerte. Para el budismo, contemplar la muerte no tiene por qué ser morboso ni terrorífico. Occidente rechaza ese abordaje porque, dice, se ignora la verdad de la impermanencia. Pero ¿acaso la música que escuchamos (como fondo sin fondo, para tener mejores versiones de nosotros mismos, música que, a veces, es también una fuente de dolor digno, señal de esperanza y guía para el autoconocimiento) debería funcionar como nota al pie de lo que se deja de lado o se subraya de un modo excepcional (como en Endless II)?

Dicho de otra manera: no vamos con alegría hacia la música para encontrarnos con el recordatorio que culturalmente evitamos, aunque constituya nuestro sedimento cultural. Y cuando viene, tematizado, a modo de advertencia, lo esquivamos. Christopher Partridge, el autor de Mortality and Music: Popular Music and the Awareness of Death (2015), considera All Things Must Pass, el primer trabajo solista de George Harrison, algo así como un memento mori con forma de disco, que encuentra en la canción “Art of Dying”, y bajo la estela del hinduismo que había ganado la mente y el corazón del ex beatle, su punto de mayor vehemencia. Harrison sube el volumen, aprieta el wah wah, le exige a su banda una explosividad que, en un punto, va en el sentido contrario a la letra: “Llegará un momento en que todos deberemos irnos de aquí”. Es altamente probable que su público nunca lo haya tomado en serio: una música esencialmente juvenil puede glorificar el erotismo, pero no la vía contemplativa de la propia muerte, común entre los seguidores del Dharma.

Entre todas las vidas que tuvo, David Bowie incluye una que lo liga al budismo, a través del lama Chime Rinpoche, refugiado en Londres a partir de 1965. Aunque no lo practicaba abiertamente, sus cenizas se esparcieron en Bali según sus rituales. “He decidido que mi muerte debe ser muy valiosa. Quiero aprovecharla. Me gustaría que fuera tan interesante como lo ha sido y lo será mi vida”, le decía a Playboy en 1976. Moriría de cáncer cuatro décadas más tarde y solo tres días después del lanzamiento del video musical “Lazarus”, incluido en el álbum Blackstar (★). “Look up here, I’m in heaven”, canta. Para Leah Kardos, autora de Blackstar Theory: The Last Works of David Bowie (2021), el Duque Blanco obra ahí al límite de su existencia. Lo hace saber a través del sonido. Es plausible que el símbolo ★ que sustituye al título del álbum (el agujero negro que lo absorbe todo) fuera concebido como mensaje de despedida de un artista gravemente enfermo. Tony Visconti, su histórico productor, dijo que tanto “Lazarus” como otras canciones de ★ se pensaron como un comentario sobre semejante experiencia. El video es una joya, a la altura de la canción: comienza con un plano de una mano que sale de un armario de madera ornamentada. Vemos luego una habitación de hospital monótona con una pared de azulejos. Bowie aparece tumbado. Tiene los ojos vendados. El traje que viste es una reedición del personaje de Button Eyes del clip “Blackstar”. Hay otro personaje bajo la cama. Esta presencia, que sugiere a un ángel de la muerte, también la vemos en “Blackstar”. Señala y hace gestos con los dedos, amenazando con tirar de él hacia abajo. En el puente de la canción Bowie se saca las vendas. Viste un atuendo con referencias al Árbol de la Vida. Sobre el final, se lo ve escribiendo un cuaderno viejo. ¿Su testamento? “You know, I’ll be free/ Just like that bluebird”.

Estas digresiones no han sido otra cosa que meditaciones sobre Endless II. Rodeo necesario que retorna a la partitura y la escucha con otro sentido, acaso porque, a través de otros, no dejaban de acompañarme. La música es impermanencia vibracional. Se disuelve como un mandala en el tiempo. La escritura cifra en estado latente esa ley, la disfraza de construcciones sofisticadas y aparatos cristalizados. La obra de Martínez se cierra con el mismo procedimiento de contrastes dinámicos que la recorre desde el principio. Después del ataque sincrónico de casi todos los instrumentos se desprende una resonancia etérea. De su interior sale un glissando ascendente de armónicos en el violín y el clarinete. A medida que suben, como el pájaro azul de “Lazarus”, entropizan, acompañados del toque imperceptible de la percusión. Y lo que queda, tras una pausa sobrecogedora, es el clarinete en su desnudez, apenas audible. El intérprete tiene una indicación que es común a Romitelli: “hasta disolverse por completo en el infinito de los tiempos”. Esos segundos desoladores son también de una enorme belleza (un manifiesto de vitalidad concentrado en escasos segundos, una voluntad de seguir existiendo en los bordes de la aceptación). Punctum. Aguijón. Cómo no mirar con los oídos aquello que no queremos escuchar de las palabras.

Imagen: El fin del mundo, de Ana Lignelli.

 

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