De padres e hijos. Notas demoradas a partir de Adolescencia

Un hombre vuelve a su país para buscar tesoros perdidos bajo la tierra. Forma un grupo con otras personas que lo acompañan, pero solamente él puede ver lo que hay debajo. Viven en una ciudad construida sobre los restos de una civilización antigua. En su camino aparecen palabras de un lenguaje extraño: lekythos, askos, kylix. Él está buscando otra cosa.
Mirar una película como La quimera (Rohrwacher, 2023) tiene algo parecido a la sensación de buscar objetos en una habitación de nuestra casa con las luces apagadas. Conocemos la disposición de la mayoría de nuestras cosas, tenemos la memoria espacial suficiente para desplegarnos por donde pasamos todos los días, hasta que en un punto nuestra percepción se altera y nada más podemos acudir al tacto con nuestros brazos extendidos. De ahí, la sorpresa y la evocación: este marco de puerta que choqué con el hombro lo usábamos con mi hermana para marcar cuánto habíamos crecido de un año al otro; ese escalón con el que casi todas mis visitas se tropiezan fue el primero que me animé a subir. Esos reenvíos que se dan a ciegas son los que nos muestran que la claridad es independiente de la luminiscencia, y que la luz también puede abrirse paso sin una fuente natural que la provoque. Por eso llama la atención que una película que tiene en su fotografía una obsesión tan marcada con la luz produzca sus momentos más luminosos en las escenas subterráneas.
Lo que se narra en la película de Alice Rohrwacher es una historia que, como todo relato con anclaje en la cultura griega y romana, tiene algo que ver con volver a la tierra natal para buscar cosas que ya no están. La diferencia sustancial es que se sitúa en una Italia rural que aún permitía encontrar reliquias arqueológicas casi al aire libre, en un juego anacrónico entre lo viejo y lo nuevo. Es a ese punto extraño, de terrenos tomados a la vera de murallas medievales, los mitos etruscos y el control estatal todavía incipiente, adonde Arthur es llevado por saqueadores de tumbas (conocidos en el pueblo como tombaroli) para incursionar en el mercado ilegal de arte. Hay una intermitencia latente que lleva a olvidar por momentos que la búsqueda principal está en el protagonista que tiene “il dono di trovare le cose nascoste”: el don de encontrar las cosas ocultas, las cosas escondidas, las cosas perdidas.
Es también en la intermitencia de las cosas perdidas, ocultas y escondidas donde un libro como Dibujar el negativo de un ombú (Azogue Libros, 2025) de Estefanía Santiago pone en juego una investigación que empieza con la reconstrucción de una de las tantas fundaciones de Federación (Mandisoví), pero tiene su continuación en acontecimientos que parecerían estar fuera de esa indagación principal.
Un ombú que desaparece del lugar donde lo plantaron una madre y su hija para conmemorar a su abuela. Un padre internado de urgencia. El acceso a Mandisoví dificultado por la privatización de sus tierras, hoy utilizadas para la explotación agrícola. Muchos escenarios en el libro de Estefanía Santiago están rodeados por la sensación paralizante de la pérdida y el accidente, por esos acontecimientos que ponen en suspenso una narrativa que se manifestaba lineal pero que muestra, a la brevedad y como todo en la vida, la vulnerabilidad de los afectos. Es por eso que la idea de archivo sensible tracciona una búsqueda, la de dar sentido a los acontecimientos aunque no se pueda alcanzar la respuesta esperada. Así, todo —incluso lo incierto— se convierte en material de interpretación, con sus ambigüedades, con sus múltiples significados.
Como pasa con los etruscos, Mandisoví surge como un territorio cuya existencia puede rastrearse menos en restos materiales que en las voces y las historias que lo rodean. Es en esta parte donde se encuentra la decisión que condensa este libro, que es investigación, diario, poemario: no pensar los archivos como tótems incuestionables, sino en clave de intervención, en su posibilidad de ser resignificados. Así, los acervos consultados por Estefanía Santiago en bibliotecas sevillanas se entrelazan con otras fuentes: relatos familiares, recomendaciones sobre cuidado de plantas y también un mapa de palabras producido por un registro akáshico. Visto así, hasta las marcas en la superficie de los árboles pueden ser archivo, porque algo de la subjetividad quedó impregnado en sus cortezas.
No hay jerarquías si los signos nos ayudan a dar un cierre. Dibujar un negativo fotográfico sería, entonces, una forma de hilar los puntitos de luz, de unir trazos mínimos que alguna vez formaron parte de una imagen completa. Y si la cuestión es siempre la luz, si no nos queda otra opción que elegir entre la luz que nunca se apaga, como dice una canción de The Smiths, o esa otra luz que arrasa con todo (también de una canción conocida), quizás convenga quedarnos con las imágenes invertidas, con los negativos, que no son más que un indicio de la luminosidad que alguna vez estuvo presente, algo a lo que se puede volver —como los etruscos, o Mandisoví— para encontrar tesoros perdidos bajo la tierra.
Estefanía Santiago, Dibujar el negativo de un ombú, Azogue, 2025, 104 págs.
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