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“No hay aceite que estire, ni trementina que diluya”, escribe María Guerrieri. Así como los Óleos de ping pong muestran cómo la espesura de la materia toma la forma de lo nombrable, el tiempo empastado en los últimos doscientos ochenta días comienza a abrir paso a otros encuentros posibles.
Al visitar la galería Selvanegra flota en el aire la exaltación de lo cotidiano. Sonrisas de bienvenida y presentaciones generales con dedicada atención a señalar todos los souvenirs que se ofrecen: el texto curatorial, una carta de M dirigida a D y el fanzine Manual de ejercicios de ping pong. Se desliza el comentario de que, tal como se sugiere, los visitantes de turno ingresaron en la web de la galería para chusmear, y ellas se ponen contentas como una maestra sorprendida porque alguien escuchó la consigna.
Óleos de ping pong presenta una familia de doce pinturas, pero existe un adentro y un afuera de la exposición. Afuera todo es calor y protocolos, y cada paso a la “normalidad” no hace más que subrayar un presente dislocado. Adentro, un misterio se manifiesta: el encuentro con un sistema de representaciones y tradiciones que a veces llamamos arte. Afuera están la virtualidad y un audio de Juliana Iriart que espera pacientemente ser escuchado. Adentro, la seducción de espiar una cita entre aparentes opuestos. Aunque al asomar el ojo por la mirilla, el deporte y la pintura se acomodan inmediatamente en Guerrieri como enemigos que se instalan en un distrito común. Entonces “adentro y afuera”, como “óleo y ping pong”, inyectan un juego infinito donde se tensan, se amalgaman y se enredan los imaginarios binaristas que instituye la tradición humana.
En sus narraciones, Guerrieri detalla el mito fundacional que gesta la muestra: la exploración de la inexperiencia. Empezar una actividad nueva, desear conocerlo todo, entreverarse con personas inéditas, olvidarse un poco de los designios que se han cargado hasta allí para encontrarse luego con un golpe de realidad y, al cabo de un espacio de tiempo, ejercitar la reorganización de los fragmentos que han quedado.
De fragmentos está hecho el mundo y el espacio de la pintura no es la excepción, y de aquel encadenamiento de anécdotas se configura mi teoría del aprendiz. Quien habita el lugar de la ingenuidad es quien más atiende, observa y transfigura a sus maestrxs. Entre remisiones a artistas pasados y a los géneros como categorías a reinterpretar, Guerrieri juega al rompecabezas con sus pinturas, con la historia del arte y su tradición. Con la impericia de una deportista novata, desempolva los óleos y las espátulas para reescribir las recetas que las “pinacotecas de los genios” no dejaron de machacar. En sus cuadros, las mesas de juego se disfrazan de paisajes. Los objetos útiles en la enseñanza de las artimañas del entrenamiento deportivo posan para que Guerrieri los retrate a la manera del viejo bodegón. El fragmento reaparece en cuerpos hilvanados por líneas que desbordan los límites del plano y enlazan una cabeza con un torso ajeno y cosen este con una pierna desconocida.
Ahora las reglas que importan ya no son las pictóricas sino las del Manual de ejercicios de ping pong. Pero no con el fin de instituir una nueva hegemonía, tan propia de algunos progresismos mágicos, sino para lanzarse con el atrevimiento de una iniciada a ejercitar modalidades diversas del propio ser-saber-hacer.
María Guerrieri, Óleos de ping pong, curaduría de Guadalupe Creche, colaboración de Juliana Iriart, Selvanegra Galería, noviembre de 2020.
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