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En nuestra lengua, le debemos a Borges la redención metafísica del olvido, como aquel fármaco contra el insomnio de la memoria. Aquella figuración es clave para la lectura de Némesis, la novela más reciente de Mike Wilson, en la que se ensaya una versión apócrifa del apocalipsis sobre una ciudad chueca, o inclinada hacia el mar, donde reside el remanente de la humanidad. A este lugar arriba un navío ruinoso, trayendo consigo masacre y desencadenando un relato con contadas instancias de misericordia, que nos interroga directamente sobre el lenguaje y la permanencia.
Tal como en su predecesora, Ciencias ocultas, partimos de una muerte y desde ella se despliega un reparto innominado, cuyos personajes se señalan con rasgos distintivos —el hombre gigante, el niño asesino, la mujer coja, el hermanito y la hermanita, el acólito—, si bien no dejan de oscilar entre lo emblemático y lo singular. Siguiendo la línea comparativa, en abstracto, esta novela es quizás la gemela convexa de Ciencias ocultas, en cuanto hace las veces de una exploración agorafóbica —en lugar del claustro que ocupa a la anterior—, al expandirse hacia el escenario de la ciudad chueca en la pendiente de un precipicio marino, azotada por un coloso y expuesta al desamparo vertiginoso de las fuerzas cósmicas. En efecto, la narración, enraizada en una gramática veterotestamentaria, sortea entre un tiempo de origen (mito cosmogónico) y un tiempo de destrucción (el de Némesis), y entre medio, como nos sugiere la novela a mitad de camino, se ocupa de ese “velo fúnebre” que separa la humanidad del cosmos. Las operaciones de figuración son complejas, y en ocasiones Némesis imposta el hermetismo de un texto gnóstico, sin desmedro de la constelación narrativa que empuja el relato. Y digo constelación porque los retazos de este mundo no se cierran en lo humano: una colonia de ratas, la estrella roja Betelgeuse, una voz o el bramido de una sirena, por nombrar algunos, son todos puntos cardinales de la narración en cuanto maneras casi imposibles de relatar el exterminio.
Némesis, en la mitología griega, personifica no precisamente la venganza, sino la reverencia moral a la ley, a saber, el miedo natural de un acto culposo, y se materializa, luego de Heródoto, en una divinidad fatal que redistribuye en pos del equilibrio. La prosa de Wilson es portentosa y acarrea consigo ese tono reverencial, caracterizado por la manía descriptiva de sus más recientes proyectos. En Némesis, sin embargo, la descripción –y asimismo el formato a doble columna de cada página— aparece como un aspecto inalienable del sentido del relato, porque, aunque acuciosa, la operación no llega a ser jamás barroca, y los excesos encuentran siempre un límite que los muestra domados, como una guerra encarnizada en un tablero de ajedrez. Como ha quedado dicho, en esa relojería del exterminio, el olvido ocupa un lugar central —se le dedica incluso una sección completa—, al alcanzar un paroxismo colectivo que articula la retribución cósmica de todas las cosas. Si el detalle es emblema de la manía, esto es simplemente porque aquella es la única manera de efectuar una aniquilación de todos los objetos. Así, en última instancia, la novela de Wilson es una especie de encantamiento omnicida del lenguaje, donde el horror no se trata de lo inefable, sino justamente de todo aquello que el lenguaje puede acarrear con el fin de articular sus propios límites.
Mike Wilson, Némesis, edición de autor, 2020, 151 págs.
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