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Supervivencias. A propósito de Arte argentino de los años noventa, de Fabián Lebenglik y Gustavo Bruzzone

ARTE

La embestida política y económica de los últimos meses contra las instituciones culturales argentinas puso en evidencia que el arte es un territorio en disputa: el intento de cierre del Fondo Nacional de las Artes y del Instituto Nacional del Teatro, el desfinanciamiento del Instituto Nacional de la Música, los despidos masivos en el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, la clausura del tradicional Cine Gaumont y la derogación de la Ley del Libro, por nombrar sólo algunos de los sectores afectados. El vaciamiento sistemático de espacios preexistentes, muchos de ellos autárquicos o eximidos del gasto público, dejó en evidencia la incapacidad del gobierno actual para generar iniciativas culturales e instituciones propias.

Se trata de una verdadera batalla cultural ante el intento por preservar las desigualdades económicas y sociales. O más bien un exterminio ya que, carente de artistas e intelectuales que jueguen para su lado, la estrategia del poder consistió directamente en patear el tablero. En simultáneo a que se desfinancia la cultura nacional, se desintegra la figura del Estado como garante de libertades y derechos, por ejemplo, los de género: se prohibió el uso de lenguaje inclusivo en las escuelas, se cambió el nombre del Salón de las Mujeres de la Casa Rosada y volvió a ponerse en duda el acceso a la interrupción voluntaria del embarazo. La represión excesiva de las manifestaciones públicas en las calles no es sino una continuidad táctica del intento de ejercer la soberanía sobre los cuerpos.

Este nuevo panorama político, para algunos trágico y para otros festivo (no hay que olvidar que Javier Milei ganó en las urnas por una amplia mayoría que aún lo defiende), marca un corte con la historia reciente y, por eso, necesita construir su genealogía hurgando más atrás en el tiempo. Con una vigencia inusitada y desesperante, de la mano de los discursos de la ultraderecha neoliberal, reapareció el imaginario de los años noventa combinado con el de la última dictadura militar. Sin ir más lejos, durante la campaña electoral se prometía tanto dolarizar la moneda nacional, imitando el famoso “uno a uno”, como dejar la administración de la ex ESMA en poder de los militares. Si bien en la posdictadura el país festejó en las calles con euforia el fin del terrorismo de Estado, ahora presenciamos una clausura simbólica y crítica de esa euforia junto con la revisión de sus presupuestos. Vale aclarar que existieron múltiples coletazos de los setenta en la arena pública durante la primavera democrática. Por ejemplo, las sublevaciones carapintadas, cuyo resultado fue la sanción de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida durante el gobierno de Raúl Alfonsín y una serie de decretos de amnistía durante la presidencia de Carlos Menem. También el copamiento del cuartel de La Tablada, donde cuatro integrantes del comando fueron detenidos y desaparecidos por las fuerzas gubernamentales democráticas. Pese a estas irrupciones, hubo un consenso en contra de la dictadura militar apoyado por la mayoría de los ciudadanos y difundido por los medios. Tanto es así que, cuando Néstor Kirchner bajó el cuadro de Videla del Colegio Militar, no hubo oposiciones que se manifestaran públicamente. Sin embargo, hoy asistimos al fracaso de sus políticas y al retorno de debates que se creían superados, como el cuestionamiento de la cifra histórica de los treinta mil desaparecidos y la revalidación de la teoría de los dos demonios.

En este escenario complejo, donde la amenaza al campo cultural abre interrogantes tanto sobre el pasado como sobre el devenir de la escena artística, se publica Arte argentino de los años noventa (Adriana Hidalgo, 2023), una antología de ensayos, documentos, testimonios y cronologías compilados por el crítico Fabián Lebenglik y el coleccionista Gustavo Bruzzone. El libro opera como una “cápsula de tiempo”, ya que todos los escritos reunidos en el volumen de más de seiscientas páginas son contemporáneos a los acontecimientos que analizan. Sus autores no fueron sólo testigos sino también partícipes de aquella década expandida hacia sus márgenes, tanto nacional como internacionalmente, que se inicia en 1989 con el pico hiperinflacionario, la asunción de Menem y la caída del Muro de Berlín, para terminar con el corralito, la crisis de 2001 y el atentado a las Torres Gemelas. Si bien, como suele suceder en este tipo de recortes, el epicentro es notoriamente porteño, en un intento por dar cuenta del panorama nacional, los compiladores fueron más allá de la General Paz incluyendo ensayos específicos dedicados a las escenas de la provincia de Buenos Aires, Córdoba, Rosario, Tucumán, Mendoza y la Patagonia.

Mirar hoy hacia la década del noventa produce una extraña mise en abyme, ya que durante los noventa se miraba a los sesenta. Así como ahora nos resulta difícil entender los tiempos que corren, ante la dificultad de los noventa de pensar su propia época, surgió la instalación de un discurso unívoco en el nivel conceptual y visual de los sesenta. Fue en el diálogo especular con aquel pasado, entendido como origen mítico, como los artistas confrontaron y discutieron sus lineamientos culturales, lo cual llevó a una suerte de “colonización estética” de un tiempo también complejo y contradictorio, tal como advierte Marcelo Pacheco en el primero de los ensayos del libro. ¿No ocurre lo mismo hoy con los noventa? ¿No hubo un sinfín de retrospectivas sobre esa década en los museos durante los últimos años— Escuelismo. Arte argentino de los 90 (Malba, 2009), Algunos artistas / 90 – hoy (Proa, 2013), Acción. Una historia provisional de los 90 (Macba, 2020-2021) y El arte es un misterio. Los años 90 en Buenos Aires (Colección Fortabat, 2022) —? ¿No se habla casi siempre de los mismos artistas (Marcelo Pombo, Feliciano Centurión, Miguel Harte, Magdalena Jitrik, Benito Laren, Alfredo Londaibere, Omar Schiliro, etcétera), los mismos curadores (Jorge Gumier Maier, Marcelo Pacheco, Alberto Goldenstein) y la misma escena (Centro Cultural Ricardo Rojas, Ruth Benzacar)?

Los primeros ensayos compilados en el libro ponen en evidencia los modos en que se fue tejiendo el hilo narrativo que hilvanó simbólicamente los noventa con los sesenta. El intento por trazar puentes entre ambas generaciones de artistas, recomponiendo una continuidad que había sido interrumpida por la dictadura y los primeros años de la primavera democrática, se ve de modo explícito en los nombres de las exhibiciones, como por ejemplo la exposición colectiva 90-60-90, llevada a cabo en la Fundación Banco Patricios. La fetichización de los sesenta, con foco en los acontecimientos artísticos del Di Tella, respondió a la necesidad de autolegitimación de aquellos que recién asomaban en la escena. Esta revisión no ocurrió únicamente en el nivel artístico, sino que se irradió en el nivel curatorial (retrospectivas de artistas como Alberto Greco, Marta Minujín y Oscar Bony), editorial (se publican libros como Operación Masotta), académico (hubo un notable aumento de estudios universitarios), comercial (dado por un giro en el coleccionismo local y proyección internacional) y mediático (reseñas en periódicos y revistas especializadas). Para algunos, la fiesta de la Manzana Loca y el alcance internacional del pop fueron elementos a reivindicar; para otros, en cambio, el foco estuvo puesto en cómo esa época devino en uno de los períodos más oscuros y de mayor violencia del país.

¿Qué tenemos en común, hoy, con los noventa? ¿Qué tenían los noventa en común con los sesenta? Sin duda, ciertos aspectos vinculados a la caída del peronismo, la desaparición de empresas estatales, el avance de las telecomunicaciones (de “la llama que llama” a la ubicuidad de internet), la cultura de los mass media (hoy las redes sociales) y la incorporación de corrientes contemporáneas del arte acordes a un mundo globalizado.

Ante el auge del consumo de la era menemista, del “todo por dos pesos” y los productos made in China, se empezaron a ver en las obras elementos de la vida cotidiana y sus íconos, retomados con cierta ironía. Apareció entonces la cita al kitsch, acusada en parte de ser una versión light del camp de los sesenta, tomando la ruptura no como tema sino como estética, es decir, llevando a cabo un vanguardismo sin vanguardia (o como advierte Bruzzone que se decía: “un arte de tarados para tarados”). En su ensayo, Inés Katzenstein percibe un cierto autismo en el predominio de gustos y preferencias personales, basados en la autobiografía y no en grandes relatos. El repliegue hacia el intimismo, que fue un acto de supervivencia durante la dictadura, se continuó en la posdictadura con una impronta individualista y fragmentada, acorde a la conformación de la subjetividad de la era neoliberal. De hecho, Ana María Batistozzi dedica su ensayo a analizar cómo aparecieron el cuerpo y sus connotaciones a través de la intimidad: las frazadas bordadas de Feliciano Centurión, los tejidos en Marina De Caro, la enfermedad en Alejandro Kuropatwa (hay que tener en cuenta que en esos años impactó a escala masiva e internacional el HIV).

El resultado fue una producción aislada, incluso alienada, con hincapié en lo artesanal y en los materiales, donde convivían algunos elementos tradicionalmente pictóricos con otros como la bijouterie y el plástico. Las lecturas más críticas vieron en este gesto una pérdida de peligrosidad del arte convertido en moda. Es posible leer varias de ellas en los testimonios que conforman el caleidoscopio epocal de voces reunidas al final del libro. Mercedes Casanegra habla de algunos clichés “como, por ejemplo, los muñequitos de Disney… no quiero ver un Pato Donald ni un Mickey Mouse nunca más”. Para Álvaro Castagnino, “esas instalaciones con cositas flúor son lo mismo que mascar chicle, son de un consumo totalmente fatuo”. También Marcia Schvartz arremete contra esa “onda nádica” que empalagaba con mucha brillantina, mucho pegote. “Las esculturas, las instalaciones, guardan siempre el peligro de volverse un Italpark ―advierte Diana Aisenberg― una cosa se mueve, otra se mira por un agujerito y de golpe, se vuelve más interesante el uso de la técnica o el nuevo material que el valor poético de la obra”.

Sin embargo, es posible sostener que “la tensión entre lo bello y berreta, entre tonto y lindo, entre pobre y lujoso que existe en muchas obras noventistas implica un grado concreto de comentario y/o reflexión social”, tal como lo hace Nicolás Guagnini en el tercer ensayo del volumen. Sostiene también que el under de los ochenta fue el caldo de cultivo de lo que sería la estética del arte predominante durante los años noventa: el antecesor bar Einstein, luego el Cemento de Omar Chabán, el Parakultural con Batato Barea, Alejandro Urdapilleta y Humberto Tortonese y el Bar Bolivia con Sergio de Loof, para quien “los años noventa fueron la discoteca. El encuentro glamoroso de las personas bajo la bola de espejos”. Un glam donde lo pobre se festejaba e iconizaba en una estética frívola acompañada por pizza con champagne. Después todo pasó, la fiesta y el caos se fueron ordenando y quienes formaban parte de circuitos emergentes se incorporaron a galerías, se fueron institucionalizando y adquirieron proyección internacional. Esto resultó en el mito del Rojas como único centro artístico representativo de la década. Lo que, advierte Rafael Cippolini en su ensayo, no es más que “el triunfo de una legitimación”, ya que hubo un panorama amplio y heterogéneo con varias microescenas dispersas.

Por fuera de la curaduría de Gumier Maier (quien proponía la necesidad del olvido para poder avanzar en la historia, ideología muy acorde a la Ley de Punto Final) y la práctica pedagógica de Guillermo Kuitca, hubo otros espacios y otras estéticas. Por ejemplo, en el 89 tuvo lugar una exhibición en el Instituto de Cooperación Iberoamericana donde aparecieron obras de Sergio Avello y Pablo Siquier, más volcadas al diseño y con buena terminación, como señala Daniel Ontiveros en su ensayo. Por otro lado, si bien expuso en el Rojas y en otros espacios del circuito, Liliana Maresca quedó fuera de ese canon estético por su alto contenido crítico. A fin de cuentas, pensar que los noventa fueron apolíticos es ignorar intervenciones artísticas como El siluetazo o esa gran instalación que fue la Carpa Blanca, una de las protestas más extensas de la década llevada a cabo por los sectores docentes de todo el país, o los escraches del grupo Etcétera, tan semejantes a los de la agrupación H.I.J.O.S. También quedaron fuera del llamado “arte rosa” las propuestas de León Ferrari, Marcelo Brodsky y Víctor Grippo. Incluso Nicola Costantino, quien desde Rosario exhibió con sus banquetes y chanchos en formol la perversión, el sexo, la comida y la vestimenta como parte intrínseca de la cultura occidental global.

En sintonía con la irrupción de nuevas tecnologías, los medios de comunicación pasaron a ser la materialidad de algunas obras, tal como hoy puede percibirse en el uso de las redes sociales en ciertas manifestaciones artísticas que toman de ahí su lenguaje, su escenario y su recepción. El video como lenguaje artístico floreció gracias a que las cámaras se volvieron accesibles en el país por aquellos años. Los nuevos formatos no analógicos permitieron manipular las propias obras, lo cual implicó cambios en la manera de pensar la producción: no sólo se creaban imágenes visuales, sino que los artistas comenzaron a trabajar con imágenes preexistentes en tareas de selección, recorte y edición. Reapareció la voluntad de masificación y mediatización del arte característica de los años sesenta, en ese entonces en la prensa gráfica, con personajes como Federico Klemm (a quien Menem le dio un Premio Reconocimiento al Mérito Artístico) gracias a la trasmisión de televisión por cable.

En varias disciplinas se efectuó un desplazamiento de la técnica al punto de vista. “Si hubo un medio que durante los noventa fue objeto de transformación en el circuito de arte argentino, ese fue la fotografía”, dice Valeria González en su ensayo. Se instaló la figura de Goldenstein y su fotografía amateur. También la de Marcos López y su pop latino, signado por el estereotipo, la parodia y cierta degradación de la cultura marginal que imitaba la pose publicitaria primermundista de un modo grotesco para exhibir elementos populares de la cultura argentina. Lo ajeno y lo propio, así como lo extranjero y lo nacional, se entremezclaban como parte de una globalización extractivista. Dino Bruzzone comenzó a trabajar con “fotoarquitecturas” que aludían al recuerdo mediante la construcción de maquetas. Por ejemplo, aquella en la que recreó el simulacro de Italpark, el parque de diversiones que funcionó por treinta años en el barrio de Recoleta hasta que una chica murió en el carrito de un juego de alta velocidad que se desprendió de sus carriles.

“Tres décadas pareciera una distancia que garantiza cierta efectividad al abordaje histórico”, sostiene en su texto María José Herrera para referirse al estudio de los años sesenta durante los noventa. Lo mismo podría decirse hoy ante la necesidad de volver a pensar las operaciones en el campo del arte durante el neoliberalismo posdictadura. Si la historia se repite dos veces, la primera como tragedia y la segunda como farsa, ¿qué pasa en la tercera?, ¿es la vencida? O como un ouroboros, esa serpiente mítica que come su propia cola, nuestro país está condenado a un ciclo perpetuo de destrucción y creación. De ser así, tendremos que volver a pelear las mismas batallas, una y otra vez. Por eso es imposible que la lectura de este libro no repercuta en una mirada sobre la coyuntura actual. En aquellos años noventa, la “gran tragedia” nacional parecía haber quedado atrás y se desconocía el desenlace que las políticas neoliberales tendrían en 2001. Ahora pareciera que estamos nuevamente en la cola para subirnos a la montaña rusa, especulando sobre lo que va a venir, sin saber si estamos en Disney o en Italpark: ¿nos dirigimos hacia un futuro dolarizado e internacional o, por el contrario, nuestro carrito va a salir volando por el aire y estrellarnos a todos?

No caben dudas de que nos acecha el peligro, pero ¿dónde está lo que salva? Tal como señala Lebenglik en su prólogo, “a contrapelo de una década infausta en términos sociales, económicos y políticos, hubo un arte que brilló”. También hoy se vuelve urgente indagar las posibilidades que tiene la cultura de ser un foco de resistencia, algo que ilumine el porvenir en tiempos oscuros. Ante el retorno de una derecha que arrasa con las conquistas progresistas y anula uno a uno los espacios de la cultura, es difícil no caer en un pesimismo absoluto. “Para ello debemos asumir en nosotros mismos la libertad de movimiento, la retirada que no sea repliegue, la fuerza diagonal, la facultad de hacer aparecer parcelas de humanidad, el deseo indestructible. Debemos, por tanto, convertirnos nosotros mismos […] en luciérnagas y volver a formar, así, una comunidad del deseo, una comunidad de fulgores emitidos, de danzas a pesar de todo, de pensamientos que transmitir”, escribe Georges Didi-Huberman en Supervivencia de las luciérnagas. De este modo, si bien hay un enorme potencial estético-político en aquellas expresiones intermitentes de la subjetividad que exploran la diferencia y el deseo, en la actualidad se vuelve también decisivo luchar contra la falacia libertaria de que el desarrollo personal sólo es posible a través de las individualidades, oponiéndose a la idea de las redes y la comunidad.

 

Imagen: Winco, de Marcelo Pombo, 1986, Museo Nacional de Bellas Artes.

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