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La infancia según Richard Linklater siempre fue un país de ciencia ficción. Un lugar al que ya no se puede viajar, pero que está (y estará siempre) al alcance de la memoria. Sus mejores intentos de trazar esa geografía estaban marcados por la melancolía de quien se empezaba a alejar de esas fronteras, mirando hacia atrás todavía con alegría (la extraordinaria Rebeldes y confundidos) o víctima de algún tipo de remordimiento generacional (la muy oscura SubUrbia). Si en esas dos películas la naturaleza aniñada del cine de Linklater se manifestaba de manera tangencial, en Escuela de rock (2003) y en Boyhood (2014) la infancia se hizo finalmente instrumento y fue una combustión de recuerdos, primero, y apenas un experimento formal después. Tal vez por eso, estas dos últimas fueron dos películas simpáticas pero irremediablemente malas, alardes vacíos de peso, borrachos de condición “autoral”, aunque ciertos efectos de alegría hayan ayudado a posicionarlos entre la cinefilia.
Ante la duda, run for cover. La animación de Apolo 10 ½ no es un alarde técnico ni un capricho de genio empedernido. Cuando Linklater nos quiere sacar de esta época triste en la que vivimos o, simplemente, fabricar un espacio puro de cine no contaminado por prejuicios estéticos o narrativos, filma la acción en escenarios reales y con actores de carne y hueso, para después rotoscopiarlos y agregarles una capa de existencia que no es de este mundo. Lo hizo en Waking Life (2002), porque ninguna dimensión de nuestra realidad podía adaptarse a ese invierno filosófico desplegado por un coro fenomenal de voces, y lo repitió en A Scanner Darkly (2006), porque no había forma de capturar la paranoia y la locura de la novela de Philip K. Dick sin que ese vértigo se contagiara a la textura misma de las imágenes.
La continuidad con Apolo 10 ½ está sostenida por los tiempos políticos que se evocan, por la insistencia en ciertas marcas de la cultura pop, por la pasión de los que hablan (desde su primera película, Slacker, se habló mucho y muy bien en el cine de Linklater) y la atención de los que escuchan, que siempre miran a los ojos a su interlocutor. En 1969, en un suburbio de Houston cercano al centro espacial de la NASA, Stanley (Jack Black, de quien, por suerte, sólo escucharemos la voz en off) sueña con viajar a la Luna. Dicho de otra manera: quiere escaparse de una realidad signada por el tedio de la escuela, la amenaza radioactiva de la Guerra Fría y los recortes televisivos que llegan desde un Vietnam rociado con napalm, pero en la que también se puede encontrar la música de The Byrds y Joni Mitchell, las películas de terror que se pasan por televisión a la medianoche, los juegos con sus seis hermanos y hermanas en las calles del barrio, las reuniones familiares de fin de año, la particularísima ética de su padre y la paciencia polar de su madre. Linklater limita una zona de supervivencia respecto a este presente oscurecido por la pena, y le presta a la imaginación un tipo de comedia y un modo desarreglado de la felicidad con el que ya puede identificarse su cine desde cualquier distancia y desde cualquier lugar. Su talento para construir superficies mágicas por las que deslizar sus historias, la felicidad con que mezcla motivos y genera vínculos entre las cosas y la gente nunca nos hacen pagar el precio de afirmar que todo tiempo pasado fue mejor. Sin sacar licencia y sin pedir permiso, Linklater activa su modo nostalgia, pone al primer hombre en la Luna y le hace llevar lo mejor (es decir: lo más divertido) de nuestra civilización con él. Tratándose de un cineasta ya completo, ese primer hombre no podía ser otra cosa que un chico. Es un gesto de una humildad hermosa, inmenso y valioso, que obliga a mirar hacia atrás, pero también hacia arriba, hacia la profundidad de ese vacío estelar en el que, si se presta atención, todavía pueden escucharse las voces de Johnny Cash y Syd Barrett.
Apollo 10 1/2. A Space Age Childhood (Estados Unidos, 2022), guion y dirección de Richard Linklater, 98 minutos, disponible en Netflix.
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