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El griego Yorgos Lanthimos filma películas grandes, importantes, intimidantes. Películas que provocan miedo (no siempre terror) por lo paquidérmico de su puesta y lo inabarcable de sus pretensiones. Un miedo, arriesgamos, “a verlas”, ya no tanto a lo que muestran, proponen o sugieren, aunque la sugerencia sea un bien escaso en el cine de Lanthimos, que hace de la precisión en la puesta un mérito quirúrgico más que artístico, y de la crueldad en la exhibición, un método. Lanthimos es como un Stanley Kubrick menor al que se le hubiera adosado la carencia emocional de Michael Haneke. El resultado es un cine martirizante, a menudo flemático, cruzado por líneas policiales de expiación (en el cine de Lanthimos siempre hay alguien recibiendo algún tipo de castigo físico o psíquico), donde el acto de mirar o ser mirado está nerviosamente ligado al masoquismo, tendencia que no siempre se asume como legítima y que se suele tratar de disimular bajo sucesivas capas de gravedad en el tono. Como si la perversión, en el cine de Lanthimos, fuera una inclinación culposa o avergonzante, que hubiera que maquillar mecánicamente.
¿Es posible que Lanthimos se haya puesto aún más grave que con El sacrificio del ciervo sagrado (2017) o La langosta (2015)? La superficie prestigiosa de La favorita reverbera como una línea de bajo continuo a lo largo de todo el metraje. A comienzos del siglo XVIII, una aristócrata venida a menos recala en el palacio de Marlborough en plena guerra entre Gran Bretaña y Francia, para descubrir, voluntaria e involuntariamente, una serie de secretos y podredumbres varias vinculadas a las taras públicas y los vicios privados de la realeza. El escenario y la materia están dispuestos por la época en que transcurre el film y por la larga tradición de películas vinculadas a esa corriente, con la ineludible Relaciones peligrosas (1988) de Stephen Frears a la cabeza. Los grandes angulares de Lanthimos, el hiperdesarrollado diseño de producción, el vestuario pomposo imponen una economía de sastrería y carpintería ahí donde debía prevalecer la dramaturgia, y todo amenaza con hundirse en ese mar espeso de diseño. Y sin embargo, lo que transforma a La favorita en lo mejor que filmó Lanthimos hasta la fecha (lo que no equivale a afirmar que se trata de una buena película) es la inflamación de un ego autoral que esta vez sobrepasa la simple tiranía demiúrgica para adquirir una envergadura casi patológica. En ese movimiento, Lanthimos cambia la autoría cruel por la apropiación tiránica y así se asume, por fin, como lo que realmente es: un sádico. Esa honestidad lo alivia del peso aleccionador y le permite hacer (mejor) lo que mejor hace. El enorme, ostentoso y obsesivo universo que diseña Lanthimos en La favorita es la caja de juguetes de un anatomista entusiasmado; la mesa de cirugías donde se juega con los nervios y los músculos de un grupo de personajes en los que nada se manifiesta como cierta idea de la naturaleza humana podría indicar. Un cine infrahumano, entonces, casi religioso en su violencia física y mental, tan atado a la apariencia y las superficies como para convertir en actos violentos y flagelantes una simple mirada o un mínimo movimiento de manos.
The Favourite (Irlanda/Estados Unidos/Gran Bretaña, 2018), guión de Deborah Davis y Tony McNamara, dirección de Yorgos Lanthimos, 120 minutos.
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