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La imagen que persiste en mi cabeza, después de no sé ya cuánto tiempo de mi visita a Zonas reflejas, se bifurca. Por un lado, la muestra como espacio de juegos, a la manera de un playground. Pienso en la pieza comisionada por el Moderna Museet de Estocolmo en 1968 a Palle Nielsen, The Model: un experimento de ¿escultura? social, en el que cerca de 20.000 niños fueron invitados a jugar sin reglas en un parque de juegos interior y en diversos puntos del espacio público. Que no puedo dejar de vincular a la escalera verde situada en medio de Barro o, incluso, a las dos puertas que simbólica y materialmente dan acceso a la muestra. Mientras, por otro lado, aunque no tan lejos, me viene la imagen de un espacio educativo. No sé si de una clase. Así que digamos, provisionalmente, un lugar para experimentar una posible trasmisión de conocimiento. Un conocimiento que a primera vista se nos escapa, como sucede a menudo con el trabajo de Mónica Giron, una información que mucha gente califica de esotérica o hermética en tanto que necesita ser desentrañada. Sin duda, el mapa sobre el muro y los cuadros de inspiración espiritista hacen posible afirmar esto, así como los cursos que ha albergado la muestra o, por supuesto, el papel que viene desarrollando Mónica Giron en distintos espacios educativos para artistas.
Educación y juego no son dos prácticas tan distintas. La cultura popular ha dado cuenta de ello mil veces. ¿Pero el arte? ¿Qué pinta el arte en todo esto? Sin caer en explicaciones tan fáciles como banales, tipo “aprender a pintar y a la vez expresarse o curarse”, antes incluso que la cosa terapéutica está la educación artística, es decir, si es acaso posible enseñar o aprender a ser artista. De hecho, lanzo ya varias preguntas: ¿existe la educación artística? ¿En qué sentido Mónica Giron enseña algo con sus obras? Yo confío en que sí es posible, en que se pueda dar incluso de una manera efectiva. Pero vuelvo a ese misterioso vínculo que desde siempre se ha dado entre educación, juego y arte, un vínculo que para muchos es sagrado. Por ejemplo, autores como Roger Caillois hablan de cómo existe un tipo de magia asociada históricamente al arte: una forma de magia mimética, aunque no puesta al servicio de la representación de lo idéntico, sino más cercana a los poderes de-formantes y simbólicos de la simulación. Y con esto volvemos al principio de este texto: recuerdo la muestra de Mónica Giron “como si fuera” o “a la manera de” un patio de juegos y una clase….
Porque, según Caillois, el mimetismo sucede cuando es imposible la distinción entre el organismo y el medio, esto es, “cuando el organismo no está en un medio, sino que es un medio”. El mimetismo siempre ha sido asociado a la enseñanza, a cómo los niños copian nuestros gestos para volverse adultos, a cómo no pueden más que repetir lo que perciben, pero siempre bajo el signo del juego y la diferencia, como un engaño más que como una semejanza. ¿Respecto a qué es mimética la obra de Mónica Giron? ¿Qué juega a representar? Me gusta pensar su trabajo en estos términos: un juego que engaña, pero que no por ello renuncia a transmitir conocimiento. Me explico: me gusta pensar la propuesta de Mónica Giron en términos de afecto y potencia. Una práctica artística que es capaz de involucrar por igual cuerpo y comportamiento: subir y bajar, como quien asciende las escaleras que conducen a un sacrifico, para hacer del juego una actividad libre, soberana. “¿Estamos aquí para jugar o para estar serios?”, se pregunta Georges Bataille en un texto dedicado a Homo ludens, el ensayo de Johan Huizinga, un libro pasado de moda, donde se explica por qué ni el positivismo ni la ideología son capaces de justificar nuestro deseo último de jugar muy seriamente. Al cabo, el desarrollo de muchas civilizaciones pueden leerse desde la necesidad de juego. Y todo lo que la cultura y el arte, más en concreto, no puede jugar constituye siempre una prohibición. “El niño juega con una seriedad sagrada”, nos recuerda Bataille. Ya Platón manifestó de qué manera “hay que vivir jugando determinados juegos, sacrificios, cantos y danzas, para ganar el favor de los dioses, poder rechazar al enemigo y triunfar en el combate”.
Ahora lo formulo como pregunta: ¿cuánto hay de juego y cómo es este de sagrado en el trabajo de Mónica Giron? Y cuando pensamos en sus posibles efectos: ¿qué papel transformador tiene el juego en su particular forma de hacer? Más preguntas: ¿es su trabajo capaz de transmitir conocimiento? ¿En qué sentido? ¿Es posible una transferencia intelectual y a la vez sensible? Y una última: en la medida en que opera necesariamente sobre un régimen estético ¿en qué sentido los conocimientos que atraviesan el método de Mónica Giron pueden constituir una lógica esotérica?
Coda: ¿existe una perspectiva mágica, es decir, transformadora, que no se agote en la irracionalidad?
Imagen: vista de la muestra Zonas reflejas (fotografía de Santiago Ortí, cortesía Barro Arte Contemporáneo).
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