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No tengo cuenta de X, la red propiedad de Elon Musk en que parecen dirimirse las polémicas actuales en doscientos ochenta caracteres (cuatro mil para los que pueden pagar la suscripción VIP, X Blue), escritos al correr del teclado, por lo general con ingenio malévolo, saña, prejuicios, insultos y otros sucedáneos del odio. Los posts de Instagram o Facebook son más generosos en caracteres pero por lo general igualmente intempestivos, destemplados y perezosos. Aunque no tengo cuentas en las redes, visito de tanto en tanto las de esta revista. Y si es ese el formato privilegiado en que hoy circula un remedo pobre de la crítica de cine, literatura o arte, lo intento, desconsolada frente a la agonía de un género en aparente extinción, muy clara en la actual polémica en torno a la película de Jacques Audiard, Emilia Pérez. Me permito, eso sí, extenderme un poco más en caracteres cuando convenga a unos pocos argumentos, ligeramente apretados para ajustarlos a la moneda de cambio, licencia gratuita en Otra Parte.
La mayoría de los comentarios denigratorios de Emilia Pérez provienen de gente que no vio la película e incluso de los que se ufanan de no querer verla. Cuesta creer que haya que aclarar que para abrir juicio estético es imprescindible conocer el objeto de la crítica.
Casi nadie entre los encendidos detractores hace referencia a la obra de Jacques Audiard, director de muchas películas memorables (basta con recordar Un profeta), pero sí en cambio a sus dichos en alguna entrevista, recortados según las prácticas de los servicios de inteligencia. Cuesta creer que haya que aclarar que para hacer crítica conviene conocer la obra del director, el autor o el artista. Sólo así es posible saber si repite fórmulas ya probadas o se atreve con audacia y más o menos fortuna a renovarse. Difícil encontrar en el recorrido de Audiard dos películas que se parezcan, a no ser por una clara vocación política en sentido amplio.
Casi nadie se ocupa de atender con mirada crítica a la versátil actuación de Karla Sofía Gascón en el doble papel del narco Manitas y su reencarnación “póstuma” trans en Emilia Pérez, pero sí a sus no muy afortunados dichos pasados en las redes, recuperados con redoblado morbo policíaco. Convendría no imitar esa y otras taras de los haters, esa epidemia digital enemiga del espíritu crítico, y confinarla a los ejércitos de trolls, ala armada del pensamiento reaccionario.
Casi nadie en el nutrido debate hace tampoco referencia a la rica tradición del musical, la ópera o el melodrama, géneros reñidos por definición con el realismo, desbordantes de artificios, excesos, sobreactuaciones, cuando no encantadores disparates. Sin conocerla, será difícil apreciar qué ha hecho Audiard en Emilia Pérez, saber si simplemente reeditó el consabido pacto con que esos géneros muy codificados allanan el disfrute del espectador, si los renovó con usos nuevos que contrabandean visiones personales en los esquemas rígidos de la industria, o si los combinó en una mezcla inesperada que se afilia a la tradición pero la pervierte. Imposible reparar si no en los momentos en que Emilia Pérez actualiza los clásicos: la escena de la clínica de Bangkok que evoca la geometría caleidoscópica de los musicales de Busby Berkeley, o las más melodramáticas que recuerdan los desbordes de Almodóvar, Douglas Sirk o antes todavía de Josef von Sternberg con su diva andrógina Marlene Dietrich, admirado por Manuel Puig hasta el plagio. “No creo en el fetiche de la autenticidad”, decía von Sternberg. “No hay nada auténtico en mis films. Absolutamente nada”. Pero también las escenas en que se aparta decidida del musical clásico, mezclando desenfadadamente géneros en un híbrido contemporáneo —sucio, impuro, entre hablado y cantado como el rap o el trap—, con actores que a sabiendas no brillan como cantantes y se alejan de los rutilantes números musicales de Hollywood. Cuesta creer que haya que aclarar que la crítica atiende a las formas, que dicen tanto o más que el contenido.
“Hazlo nuevo” solía ser un grito de la renovación estética, o “extráñalo”, en la versión de los formalistas rusos. Ahora resulta que se llama a volver al realismo más cerril, al reflejo decimonónico, o al tipo (rasgos típicos en circunstancias típicas) que ya ni Lukács defendería.
Cuesta aún más creer que, en la prensa y con más caracteres, pensadores de fibra como el filósofo Paul Preciado lean la película con el repertorio reductor del paper académico y miren a los personajes como personas reales, desdeñando el valor de la imaginación narrativa. “La imaginación amplifica”, decía Wallace Stevens. Puede, como en este caso, sacudir al espectador con una trama inesperada: un narco que, renunciando al machismo violento del tipo realista, quiere ser mujer y se hace no sólo trans sino activista política. ¿Emilia Pérez es transfóbica? ¿Según qué manual de la teoría de género? Los estudios culturales han a menudo cegado a los críticos, con anteojeras sociológicas que desatienden las libertades de la ficción y la potencia del extrañamiento. La sobrada capacidad de la sociología del arte para reconstruir el contexto o generalizar redunda a veces en su incapacidad para ver la singularidad, y descifrar cómo un director, un artista o un autor hace o dice algo que no ha hecho o dicho ningún otro. Cuesta creer que a esta altura haya que recordárselo a pensadores letrados. Un lector de la exégesis de Preciado publicada en El País salió al cruce con un comentario oportuno: “¡Pero es ficción, Paul!”.
No podía faltar la impugnación de la “apropiación cultural” de la película, versión pobre en la polémica de otro argumento muy en boga en las teorías de la identidad y de género que, tomado al pie de la letra, nos privaría de todo Shakespeare, de Flaubert (“Madame Bovary soy yo”) y de buena parte del cine y la literatura del siglo XX.
Montado en el argumento anterior, hay otro sustentado en una improvisada filología purista y hasta en la preceptiva de la métrica aplicada al libreto: que el acento gringo de Jessi, el personaje de Selena Gómez (¡pero si es gringa en la ficción!), que el acento dominicano de Rita, el personaje de Zoe Saldaña (¡pero si es inmigrante dominicana en la ficción!), que el acento no verosímilmente mexicano de la española Karla Gascón, que la letra no cabe en la música, etcétera, etcétera. La impureza del acento es una traición insignificante a la realidad en una parábola mexicana filmada en las afueras de París en la que hasta cantan los cirujanos plásticos.
Se puede entender que el foco en un drama real de México —el poder imparable de los carteles de la droga y sus cientos de miles de víctimas— y la poca participación de actores mexicanos en la película haya provocado una herida narcisista en el efusivo nacionalismo mexicano. Pero cuesta creer que, entrado el siglo XXI, haya que volver a esos dilemas estéticos ya saldados. Borges lo dejó claro para una cultura periférica como la nuestra hace muchas décadas y el argumento puede revertirse si hace falta. “En el Corán no hay camellos”, escribió, aunque parece que sí hay camellos pero no demasiados. A la escritora argentina de cuentos y novelas de terror Mariana Enríquez, sin embargo, la “enfermó esa película sobre narcos mexicanos sin mexicanos” y por lo tanto la liquidó sin más en unas pocas líneas, aplaudidas por miles de seguidores. Pero ¿por qué no podría un director francés filmar un musical melodramático y político, un policial con final neo-western, una tragedia sobre México “sin mexicanos”?
No es un mérito menor que el drama mexicano haya alcanzado más ecos en el mundo entero con Emilia Pérez que con las trilladas películas y series realistas sobre el narco con altas dosis de genuino exotismo latino que no despertaron la ira de nadie. Si se trata de nacionalismo y defensa de los derechos identitarios, más convendría concentrar la energía en enfrentar con el mismo ímpetu a los verdaderos transfóbicos-racistas-colonialistas que ahora gobiernan en el Norte y en el Sur del continente y que, he aquí la verdadera paradoja, no reciben Golden Globes ni candidaturas al Oscar, pero han sido inexplicablemente premiados en las urnas.
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