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Una película “japonesa” como esta plantea dos cuestiones que conviene no separar ni confundir: la belleza de sus aciertos y la ambigüedad de una mirada no exenta de exotismo. En Perfect Days, ambos registros se conectan e intercalan, sin completa conciencia ni rígida coherencia.
1. Exotismos. Japón es un país que despierta un atractivo que puede ofuscar. Tiene algo de aquello que parece faltarnos. Al encarar sus rasgos y virtudes, a menudo con generosidad intelectual y un nivel artístico tan alto como el de Wenders, creemos ahondar en su profundidad. Tal vez encontramos algo que buscábamos. Pero muchas veces no sabemos si el Japón que miramos sigue siendo una entidad “falsable”. Cuando deja de serlo, hemos caído en el exotismo de quien proyecta sobre el mundo una mirada “etnocéntrica”, en el sentido de Lévi-Strauss. Resumiendo al extremo, el exotismo viene a constituir una operación en dos tiempos:
– una reducción que envuelve algo desconocido (rasgos de la cultura japonesa accesible a occidentales inquietos) en el manto de lo conocido, amoldando lo ajeno al propio encuadre. Se trata de una operación que presiona el campo de lo cognoscible y acaba limitando la libertad del artista;
– una idealización que reordena lo desconocido, que en cierto modo pasamos a “conocer" (por ejemplo: Japón es premoderno para unos o posmoderno para otros) como espacio-tiempo de realización de metas previstas o anheladas. Prima en este caso una valoración subjetiva, imposible de validar o invalidar.
Por eso es propio del exotismo esfumarse de la vista cuando incurrimos en él. Tuve una conversación informal en Buenos Aires con Renato Ortiz, autor de Lo próximo y lo distante: Japón y la modernidad-mundo (Interzona, 2003). La charla fue sin duda cordial, pero no nos pusimos de acuerdo. Ante mi apreciación sobre el exotismo, el pensador brasileño planteaba la idea central que desarrolla en su texto: “Japón no es un país exótico, distante, oriental. Mi mirada desterritorializada quiere aprehenderlo como vecino, próximo, es decir, como parte de la modernidad-mundo. Viajar a Japón no significa conocer otro mundo como creían los románticos, sino dislocarse en el interior de un continuum espacial diferenciado”. Sus afirmaciones me llevaron a sospechar que si el exotismo conduce a la fascinación es porque permite materializar con facilidad fantasías diversas (que Japón sea parte de la modernidad, por ejemplo, como sostiene Lo próximo y lo distante; o que sea una tierra soñada donde santones laicos limpian letrinas, como pareciera sugerir Perfect Days). Además, el exotismo es algo que a menudo conviene: hace sentir como si estuviéramos allí, cuando en realidad seguimos aquí.
En línea con su estética y su evolución, Wenders decidió filmar en Japón. En el lejano 1985 ya había rodado el documental Tokyo-Ga, en homenaje al cine de Yasujiro Ozu: allí mezcla fragmentos de filmes del japonés con imágenes del Japón moderno, en busca de aquello que pudiera quedar de su venerado maestro. A partir de ese contacto desde los ojos de Ozu, la pregunta era para cuándo una película suya “con tema japonés”. Ya la tenemos en pantallas. ¿Se trata de un filme japonés? Parte del interés de Perfect Days reside en la conveniencia de la pregunta y en la dificultad de la respuesta. A ojos del cineasta, los Urales no dividen el planeta en Oriente y Occidente. Tiene razón. El problema surge cuando él se presenta, sin buscarlo creo, como hacedor de tamaña fusión. El resultado es ambiguo. Wenders no se resigna a mirar a Japón desde afuera, como alguien que no entiende bien la situación: en eso se opone al guión de Slony Sow, que dirigió a Gerard Dépardieu en El sabor de las cosas simples (2022): un chef famoso se vuelve aprendiz buscando en Tokio el sabor umami. No traspasa el velo del exotismo, como sí lo consigue Gaspar Scheuer en Samurai (2012) al colocar el tempo nipón en los ojos del paisano Poncho Negro (actuado por Alejandro Awada), agudo observador de los japoneses de una historia campera. El Japón que le sale a Wenders ya no es el de Ozu pero sigue siendo imaginario, como el de Barthes en El imperio de los signos.
Esto no nos tiene que sorprender. Es natural que una obra artística urda fantasías. Lo que nos atrae de un relato es la capacidad para atraparnos en sus redes. No pedimos realismo a la geografía imaginaria de Los acuáticos, ni al ficticio condado de Yoknapatawpha, ni a la sociología improbable de Macondo. De igual modo, no cabe pedir realismo a una película, y menos a una de Wenders (pensemos en su París, Texas). Todo irá bien mientras el artista tenga claro que construye un mundo singular en el que puede hacernos entrar y salir a su gusto. El Japón de Perfect Days es el que urdió el director alemán, con la ayuda de Ozu pero montado en su potencia narrativa. Así tal vez merecería ser visto. En cuyo caso el problema sólo surge si por error vemos en el filme la crónica realista de algo que ocurre en Japón, en vez de la crónica de un limpiador de excusados en un país imaginado que se llama Japón.
¿Parezco echar agua al vino de esta pieza de Wenders? Más bien propongo rescatar sus valores sin por eso esperar que revele esencias niponas. Para ambientar esta película ayudará revisar cómo han procedido otras. En los años sesenta, tres filmes de Chris Marker abrían la ruta, destronando muchos norteamericanos de propaganda bélica. En los ochenta-noventa, cuatro películas de Alexandr Sokurov mostraban en qué puede consistir a ojos occidentales el tempo japonés. Desde hace quince años Doris Dörrie vierte su experiencia meditativa en piezas como Sabiduría garantizada (1999), Cerezos en flor (2008) o su versión de Instrucciones al cocinero Zen, sobre texto de Eihei Dôgen: la alemana enseña a mirar sin contemplaciones, sin zócalo ni opinión. Antes, Sofia Coppola reflexionaba en Lost in Translation (2003), y Alejandro González Iñárritu en Babel (2006), sobre la dificultad de entender qué ocurre cuando nos situamos fuera de nuestro paradigma. ¿Qué relaciona a estos nombres del cine? Para ellos Japón no es sólo un país, una ensoñación o una cultura exótica. Es, antes que nada, una atmósfera creativa de la que desean empapar sus ficciones.
2. Una película equilibrada. Wenders considera esta película “la más equilibrada de su carrera". ¿Se refiere al equilibrio siempre frágil de lo heterogéneo? ¿A la emulsión entre elementos dispares, hecha para durar lo que dura un soplo? Para responder se dedica a crear una atmósfera tan calma y luminosa que se acaba convirtiendo en el tema escondido del filme. El suyo es un equilibrio del desequilibrio, patente desde los primeros fotogramas. El Tokio registrado no es entelequia o quimera. Funciona como lugar de expansión de dos miradas que no coinciden: la del alemán, un cineasta que ve Japón detrás del cristal de su fantasía; y la de su personaje, un señor japonés que pasa la vida limpiando urinarios. Las imágenes son realistas y cotidianas: el empleado va y viene en su pequeña camioneta municipal; en parques elegantes de Shibuya limpia y ordena con esmero los retretes que le asignan; va a lavarse la ropa y concurre a comer a su sitio habitual. Pero, de modo simultáneo, la mirada de Wenders teje un sistema paralelo, ajeno al alcance verosímil del ojo de quien es presentado como trabajador raso y poco valorado, comparable a Takashi, compañero de faenas del protagonista. En efecto, algunos de los baños que limpian, mostrados con detalle, fueron diseñados por arquitectos notables como Toyo Ito, Tadao Ando o Kashiwa Sato. Y mientras el ojo ciego de la cámara delata lo vetusto y algo arruinado de la casa de Hirayama, en un oscuro y estrecho callejón entre avenidas, la mirada del director se entromete y no deja de enfatizar que en su futón solitario lee, entre otras joyas, Las palmeras salvajes de William Faulkner; o que en su Isuzu destartalada escucha embelesado el leitmotiv que da título a la película en la versión de Lou Reed (las letras de varias canciones vienen a cuento; el operario las disfruta). Se nota la fascinación del cineasta al pensar que en ese lugar, Japón, y en un ser común como Hirayama-san, podrían confluir y hacerse realidad ideales occidentales apetecibles y arduos de concretar. Tienen que ver con la legítima ilusión (de Wenders y de muchos de nosotros) de reunir facetas que nuestro mundo suele distanciar: trabajo manual e intelectual, bullicio urbano y silencio interior, cemento y naturaleza, charla intrascendente y breves palabras oportunas.
A pesar de coexistir dos miradas que oscilan, o tal vez porque se crea en el espectador una vacilación sobre el sentido de lo que está percibiendo (constante effraction du sens, la llama Barthes hablando precisamente de Japón), la película rezuma una belleza palpitante. Se trata de un Japón natural filmado que se mezcla, como puede, con un Tokio intervenido por el director. Quien mira el filme no sabe cuál predomina y cuál se retrae. No se produce una síntesis final. Pero esta va dejando de interesar. Más importa el modo en que se encadenan las imágenes y el estilo de montaje que se ofrece a nosotros. Esto lo tienen claro Kôji Yakusho, intérprete de Hirayama, y Wim Wenders, guionista y director. En entrevistas a medios internacionales, ambos opinan sobre la película. Lo que dicen suscita reflexiones que pueden ayudar a sentarse en la butaca para ver el filme y disfrutar.
La película parece fruto de una ardua complicidad transoceánica y revela los acuerdos que, presumiblemente, se fueron dando entre ellos. “Cuando te metes en un filme”, dice Yakusho, “tienes que proceder con libertad”. Wenders contribuyó mucho a ello repitiendo la misma pregunta: “Dime, ¿quién es finalmente Hirayama?”. El japonés se dedicó a responder dentro del set, conduciéndose en cada escena como un perfecto japonés. Es delicioso observar los detalles: la higiene matinal del empleado, que incluye atusar cuidadosamente el bigote; los automatismos de quien vive y se mueve como un solitario; la destreza para asear los artefactos, propia de alguien mayor hecho a la ascética enseñanza recibida en la niñez; y sobre todo una gestualidad característica para mirar, caminar, vacilar, enfatizar, admirar y emocionarse ante lo que ocurre o le pasa por delante. De modo que la película va creciendo, mientras actor y director mantienen el lazo que los une: formalmente, el detallado guion inicial; emocionalmente, el esfuerzo por mantener a toda costa la atmósfera deseada. Oriente y Occidente dejan de ser abstracciones aptas para una discusión y toman cuerpo en Yakusho y Wenders. Dos vivencias se expresan en dos miradas. Dos pares de ojos miran en la misma dirección.
De este modo fluye bifronte el relato de Perfect Days: por fragmentos, de forma discontinua e incluso contradictoria. Pero Wenders, que nunca dejará de dirigir el proyecto, persiste en seguir nadando a contracorriente de las ansiedades de la gente convencional. En el mundo del alemán los objetos prosiguen su camino expuestos como retretes de diseño, mientras al costado de una senda perdida del santuario Meiji, Shibuya, crece la vida como una diminuta planta silvestre que sólo divisa Hatayama, quien siempre consigue mirar más lejos que sus ojos. Así procede el arte de Perfect Days: la criatura endereza al creador, la mirada autóctona de Hatayama corrige en la práctica el esteticismo del cineasta. Asoma en la película algo que acaso podría definir qué significa el arte: por momentos y a ráfagas, arte sería la parte de nosotros que consigue ver, más allá de “lo que no vemos”.
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