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Se puede pensar la poesía como un árbol de palabras, no por esa vieja idea de la estructura de jerarquías y opciones excluyentes, sino como lo que tiene un tronco firme y añoso, y muchas ramas y ramitas, y hojas innumerables y variadas, ese árbol en el que la hoja iluminada de las 7:15 difiere de la hoja en semisombras de las 18:30. En ese espacio de las diferencias incalculables entre palabras que es la poesía, ese espacio que es también el de la traducción, se ha instalado la poética de Mirta Rosenberg. Única en su tipo, en esta poesía cada palabra se percibe medida y pesada, ubicada en el lugar que le corresponde, y a la vez errada, en el sentido de que esa ubicación precisa es justamente la que la pone en posición de temblar, de ponerse a variar con las otras, para abrir, como una sístole que espera su diástole, el espacio póetico.
Entre lo imprevisto y lo justo, de la aliteración a la rima, la forma trabajada se conecta con la materia de lo íntimo, los atisbos de una historia personal, las modulaciones de una subjetividad en crisis, como una “música cargada de significado”. Ahí donde busca su verdad, la poesía de Mirta Rosenberg se da a leer reunida para disparar trayectorias de pensamiento y de emoción que se combinan en movimientos variables.
En los cruces una historia y una teoría se entrevén, las de la poesía como lectura, la traducción como poética, en un entramado que hace de su objeto un espacio tan consistente como cualquier realidad: el saboreo, moroso, de las palabras, ajenas y propias. La subjetividad del yo poético está fisurada, y se dice sólo en los intersticios: cuando lee se lee, cuando traduce, se pone en estado de resto. La poesía es una ética y la traducción, su camino: un aprendizaje en la humildad, la escucha, la imitación, el reconocimiento de la palabra ajena, un trabajo de análisis y puesta a prueba de la emoción en la itinerancia de las palabras dadas a sus matices de juego entre sonidos y sentidos en más de una lengua, el testeo de lo que puede ser dicho y lo que puede ser oído en el trabajo de la traslación, y en el pasaje de lo propio a lo ajeno —la objetivación de lo vivido, con su dimensión de verdad— al lenguaje y a la poesía, porque “la lengua, raíz de los afectos, casa compartida, es la medida en que las cosas cobran realidad”.
De todo ese trabajo sin par, trabajo que compromete la vida misma, porque es llamado por y llama al silencio y a la soledad, como lo muestran los últimos poemas (más breves, y trenzados entre sí en la recurrencia de tópicos, imágenes y frases), queda, como centro vital, un temblor esencial: la poesía es, en definitiva, algo del orden del deseo, una flecha lanzada sin destino y, a la vez, algo tan concreto como un sabor. Así, entre iluminación y trabajo, el poema reina en una vida, y un árbol se ofrece como rotundidad y evanescencia, en un poema, que es como la vida misma: “… como el carozo / que se sabe, entorpece la aceituna / y le da un alma / laboriosamente amarga”.
Mirta Rosenberg, El árbol de palabras. Obra reunida 1984 / 2018, Bajo la Luna, 2018, 384 págs.
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