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Las catedrales de la nostalgia. A propósito de la muestra fotográfica de Rodrigo Illescas

DISCUSIÓN

Walter Benjamin utilizaba la figura del Angelus Novus de Paul Klee como ángel de la historia para interpretar la tragedia de la modernización: el modo contemplativo en el que vemos cómo se acumulan las ruinas del progreso mientras este nos arrastra hacia el futuro. Vestigios de la industrialización tanto capitalista como socialista se han convertido ya hace un tiempo en “ruinas de la modernidad”. Desde Chernóbil hasta Detroit, esta idea de ruinas modernas ha atraído a exploradores urbanos, turistas, artistas y cientistas sociales. Sitios de la catástrofe de la acción humana, estos espacios han sido leídos en clave poshumana, incluso, como lugares de regeneración de la naturaleza tras la ausencia de la “mano del hombre”. La fotografía juega un rol activo en la construcción de esta mirada agónica, casi postapocalíptica, a veces también romántica, de una herencia o patrimonio lleno de controversias especialmente desde que repensamos el accionar humano sobre el planeta bajo la idea del Antropoceno y sus consecuencias sociales y ambientales. Aquellas ruinas de una sociedad industrial vigorosa y del sueño del pleno empleo, acompañado de un Estado de Bienestar, no dejan de correr como un fantasma sobre nuestras mentes; sobre todo en el contexto de sociedades postindustriales, neoliberales, de gran distancia entre ricos y pobres y llenas de incertidumbres. Sin duda, los ferrocarriles expresan ese imaginario de progreso: para quienes añoran ya sea la Argentina granero del mundo con inversiones inglesas para desarrollar el sistema ferroviario o la nacionalización de los recursos en una Argentina de justicia social. La contraparte, en cualquier caso, es la imagen del pueblo fantasma como efecto del retiro del ferrocarril: el Plan Larkin, la reforma del Estado menemista, pasando por la dictadura del 76, son hitos en nuestra memoria de la muerte del tren.

En Las catedrales de la nostalgia, su muestra en la Fotogalería del Teatro General San Martín, el fotógrafo Rodrigo Illescas retrata pequeños pueblos, parajes y estaciones ferroviarias de la pampa bonaerense. Documenta los paisajes de la ruina del sistema ferroviario argentino por medio de un gesto teatral. Nos propone escenas de materiales en abandono, cielos en el ocaso o el amanecer, pastos, animales, árboles y habitantes extrañados que nos conmueven e interrogan. Se trata de vidas humanas que habitan los restos arquitectónicos de los llamados “pueblos fantasmas” y de las infraestructuras en desuso. Las personas y las cosas actúan produciendo un espacio que interpela al tiempo. Son testigos y testimonios de un tiempo que no deja de pasar. Nos informan del modo de construcción del territorio rural durante el siglo XIX y principios del XX, de una pampa tecnificada y urbanizada, pero también de su devenir en ruinas. Rastros de vías que ya no están, casas derruidas, columnas de antiguos puentes, cementerios de autos o buses componen, así, el paisaje del abandono. Hay también espacios reutilizados: una gomería en lo que fuera una vieja estación de chapa, viejos vagones que son ahora viviendas, una arboleda que vuelve a ocupar su lugar entre casillas abandonadas.

Lo que llama particularmente la atención es el juego de luces y la intensidad de los colores que componen las imágenes fotográficas, que a primera vista parecen pinturas. Si las luces atraen la mirada de los actores-testigos en las escenas representadas, también atraen la nuestra, la de los espectadores, interpelándonos acerca del pasado, el presente y el futuro. Hallamos ahí la potencialidad de estas imágenes para pensar lo político.

La mirada de Illescas se construye a partir de sus propios recuerdos, de haber visto activos esos lugares que hoy están en ruinas, y realiza un nuevo recorrido por ellos, los documenta y los ilumina. De esta manera, su fotografía actualiza el imaginario de esos pueblos y denuncia los efectos de la inmovilidad: al detenerse el tren, la infraestructura decae junto con la vida social que esa movilidad ferroviaria activaba. Hay algo paradójico en estas composiciones, si bien en muchos casos implican cierta inmovilidad, son de una quietud inquietante. De algún modo, el habitar nostálgicamente los espacios deviene en activar un pensamiento sobre estos lugares de abandono. La nostalgia toma aquí un carácter vitalista e incluso, podríamos arriesgar, de cierta forma política para releer estos restos del progreso.

La ruina material evidencia el abandono. Es cierto. Hay unas pocas imágenes en blanco y negro, tomadas durante el amanecer, en la que se privilegia mostrar el deterioro o la desolación de los espacios sin cuerpos humanos. No hay personas en ellas, a diferencia de las otras, en color, donde la representación y la puesta en escena junto a los pocos habitantes del lugar toma fuerza con la luz del atardecer y las iluminaciones eléctricas. Así, a la hora privilegiada y cuidadosamente elegida por el fotógrafo, los personajes y las luces juegan distintos papeles e interactúan con el espectador: algunos cuerpos miran lo que se alumbra atraídos por la luz eléctrica como los bichos del campo, otros nos dan la espalda, varios están escondidos (por ejemplo, en vehículos abandonados o en una bañera en el descampado), algunos componen escenas sacras, pero todos invitan al espectador a navegar el paisaje bajo la pregunta: ¿qué está pasando ahí? Hay intriga, pero también expectativa.

La ruina material convive con el despoblamiento. Es cierto. Las cifras sacuden: se lee en las fichas descriptivas uno, cinco o algunos habitantes más en cada paraje, como restos de una población que tiende a desaparecer. Pero lo interesante de las composiciones es lo que cualitativamente esos cuerpos producen entre los restos materiales: antes que recuerdos o espectros del pasado, son vidas posibles. La presencia de niños acapara la atención, los gestos o miradas de algunos de los personajes contienen una acción que está a punto de realizarse. Así, logran que esos restos no se conviertan en un pasado que somete o subyuga. De la misma manera, si el atardecer es visto muchas veces como representación del fin de los tiempos, aquí se presenta antes bien como un instante que se abre de manera expectante a otro tiempo, un tiempo otro.

¿Pueden acaso las imágenes salvar el pasado como proponía Benjamin? ¿Pueden estas imágenes darnos una mirada de apertura para pensar algún futuro posible? Si todo paisaje es producto de una mirada antes que una cosa dada, podemos rastrear aquí, al menos, dos posibles interpretaciones del paisaje construido por Illescas. Dos interpretaciones que pueden pensarse como capas superpuestas en una misma imagen. Una de ellas es el paisaje de la ruina, un pasado que pasó y del que sólo nos quedan los restos materiales con su potencial escénico e incluso romántico, donde prima el lenguaje de las cosas que componen la imagen. Junto a esta, tenemos el paisaje de la espera, esa inmovilidad tensa activada por la puesta en escena (la intención del autor) donde los cuerpos son protagonistas y actores. Esta inmovilidad como espera, en tanto esperanza de algo por-venir o que todavía aún no es, está grávida de futuro. Restos que son salvados, antes de que desaparezcan, para interpelarnos. Este es probablemente el sentido que quisiéramos remarcar, porque habría allí la posibilidad de una mirada redentora de ambos, cuerpos y cosas, no sólo como restos del pasado que no habría que olvidar o debiéramos salvar (con la vuelta del tren, por ejemplo), sino como restos que nos hagan pensar sobre nuestra forma de habitar el presente, los paisajes que construimos hoy (la relación entre sociedad, tecnología y naturaleza), así como los futuros posibles.

29 Jun, 2023
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