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Manolo Juárez y un dilema del siglo XX

DISCUSIÓN

Manolo Juárez murió el 25 de julio de 2020, a los ochenta y tres años, en la ciudad de Buenos Aires. Su último deseo fue escuchar música de Chopin. No nacemos con música, pero podemos elegir morir con ella. Manolo nos lega una obra variada, en dos cauces diferentes. En el más conocido —el folclórico o popular—, su producción se reconoce por un estilo definido, de notable organicidad, que podemos apreciar en una serie discográfica hace unos años perdida en los archivos del vinilo y que desde 2015 el álbum Antología Uno vino a recuperar selectivamente. ¿En qué microcosmos de sonidos se encuentra la mejor expresión de su ethos artístico? Si acaso ese fuera el desafío, podría elegirse entre sus interpretaciones de “La añera”, “La telesita”, “Zamba de Lozano” y “Zamba de mi esperanza”. O entre las de su propia inventiva compositiva: “Tarde de invierno”, “Pablo y Alejandro”, “Mora”, “Beatriz” y la jazzística “Chacarera sin segunda”.

Cualquiera sea la decisión, se tratará sin duda de un Manolo al piano. Piano solo, en trío o en cuarteto. Eventualmente eléctrico: en su lúdico Tiempo reflejado hizo migas con el Rhodes, y muchos consideran aquel disco de 1977 uno de los mejores en la historia de la música instrumental argentina (al participación de Dino Saluzzi y Chango Farías Gómez le sumó intensidad). En cada uno de estos momentos elegidos encontramos a Manolo leyendo la música de raíz criolla con sus lentes de músico ilustrado que sabe valorar otros saberes hasta incorporarlos como propios. El folclore argentino como materia de una elaboración a la vez rigurosa y libre.

Manolo Juárez fue pianista, compositor y docente, tal vez en ese orden. Sí, en ese orden. Primero el piano, sin desmerecer lo demás, sin perder de vista su fertilísima y socrática misión docente —recuérdese aquí su papel de fundador de la Escuela de Música Popular de Avellaneda, así como las demoradas peregrinaciones de músicos en ciernes a su casa/refugio de San Telmo— y obviamente su corpus de música académica, desde el precoz Tríptico para piano, exitosamente presentado en el concurso Giovanni Battista Viotti de Milán, hasta Cinco canciones para mezzosoprano, flauta, arpa y trío de cuerdas o Condensaciones para bandoneón y conjunto. En esta línea su punto más alto lo alcanzó con Maremagnum: triple premiación en el Concurso Extraordinario del Fondo Nacional de las Artes de 1976 y estreno mundial en el Teatro Colón bajo batuta del mexicano Carlos Chávez. También escribió música para teatro, ballet y cine.

Le gustaba decir que pianista verdadero era Horacio Salgán. A él, a Manolo, había que escucharlo como a un tipo que tocaba el piano. En ese tocar maravillosamente matizado y fraseado, con retardos y bordaduras gráciles —especialmente en las zambas—, un sentido rítmico exquisito y un juego de rearmonización nunca petulante, Manolo era Leguizamón y Debussy, Bill Evans (lo amaba, pero también lo abrumaba un poco) y Schubert. Era Chazarreta —la veta historicista popular— y Gerardo Gandini. Era Troilo, De Caro (quizá más Francisco que Julio) y Piazzolla. Ciertamente, era la corriente de pianistas fundada por Waldo de los Ríos y Eduardo Lagos que él continuó como ningún otro. Era Ariel Ramírez, un modelo de compositor popular.

Manolo no pareció seguir el consejo que Juan Carlos Paz le dio a su joven alumno Lalo Schifrin: un pianista que quiere ser compositor debe intentar escribir música lo más lejos posible de su instrumento. Por más que la composición o el arreglo pudieran preceder, al menos como idea esbozada, a la ejecución, Manolo compartió con la mayoría de los músicos populares la creencia de que la composición, simple o compleja, nunca es algo demasiado diferente de la interpretación. Pero, al mismo tiempo, ese axioma que tan ejemplarmente cumplió en su corpus “popular” no influyó en lo más mínimo en sus creaciones “cultas”.

Músico anfibio como pocos, Manolo pudo deslindar con cuidado sus dos trayectorias. O al menos la clásica de la popular, ya que a esta última, que arrancó algunos años más tarde, supo incorporarle elementos de la tradición escrita, como la técnica del desarrollo motívico o el contrapunto. No fueron incorporaciones forzadas ni soberbias: la increíble delicadeza con la que Manolo supo reescribir y reinterpretar aquello que la sensibilidad moderna llama folclore no tiene parangón en la música argentina. Podía inventarle una introducción ravelesiana a “Viene clareando” o swinguear “Zamba de mi esperanza” —ambas en el disco Teatro Colón, de 2004—, pero sin dejar de intentar llegar a los corazones de todos. Manolo podía hacer declaraciones adornianas respecto a los consumos culturales de nuestro tiempo, pero una vez sentado frente al piano imaginaba un oyente universal. Nunca se dejó ganar por el elitismo.

Con su muerte se va un gran músico, pero también se clausura un largo tiempo de tensiones entre dos esferas socialmente diferenciadas de la creación musical que Manolo respetó por igual y habitó con equivalente pasión. Arriesgando un poco, podría decirse que con él concluye finalmente el siglo XX musical en la Argentina, con sus dicotomías y órdenes jerárquicos. ¿Cómo ingresó Manolo en ese dilatado debate? En principio, cabe pensar en unos cuantos compositores académicos que, aquí y allá, se nutrieron del folclore, desde Ginastera hasta Villa-Lobos. O en aquellos que, como Piazzolla o Gismonti, decidieron abrazar música de tradición popular en un momento determinado de sus vidas, impulsados ya fuera por una revelación, un gesto de emancipación o quizá un consejo oportuno. Otra tipología posible: pianistas “clásicos” que, cual enfant terrible de la alta cultura, ensancharon su visor hacia el tango, el jazz u otros géneros populares. Eso sucedió con Friedrich Gulda y Daniel Barenboim, entre varios otros. Intenciones correctas, en las que no resulta difícil ver una actitud un tanto paternalista.

El caso de Manolo no encaja en ninguna de estas clasificaciones. Alumno de Ruwin Erlich, Guillermo Graetzer, Horacio Siccardi, Jacobo Fischer y —en Italia— Domenico Guaccero, un día desistió de ser pianista de concierto porque prefería jugar al básquet (el tema de las manos) y consagrarse, en cambio, como compositor de música académica. Si bien puede entenderse su vida musical según un movimiento que lo llevó de lo académico a lo popular, su folclore pianístico no implicó un destierro de la escena original en la que se había formado. En 1970, con treinta y tres años de edad y una obra compositiva importante en su haber, grabó su primer disco, Trío Juárez. Es evidente que, a partir de ese momento, al repartir la cargas en su andar musical, la figura del pianista renovador del folclore (en los años setenta se hablaba de “renovación folclórica”) se impuso sobre la del compositor académico, pero sin obturarla completamente. De hecho, sus mejores trabajos de música sinfónica y de cámara llegarían al mismo tiempo que la consagración como pianista de folclore.

Latente desde su infancia, la fascinación por las músicas nativas y el tango, pronto seguida por un vínculo con el jazz propio de un fan, lo fueron inclinando hacia uno de los dos grandes hemisferios culturales del siglo XX, pero nunca completamente, aun a riesgo de que su enorme talento se desvaneciera un poco en esa dualidad irresoluta (cosa que obviamente no sucedió con Piazzolla). Quizá una solución a ese dilema hubiese sido transitar la senda del nacionalismo musical. Pero Manolo nada quiso saber con aquella escuela. Su ejemplo favorito para desecharla, o al menos objetarla, era el de Claude Debussy. Borgeanamente, Manolo explicaba que el más francés de los compositores no había utilizado una sola nota del folclore de su país, y no por ello sonaba menos francés. También citaba la anécdota de Tchaikovsky rechazando a Rimsky-Korsakov cuando este lo buscó para hablar de nacionalismo.

Es posible que en esa visión impermeable a lo popular que Manolo tenía de la música académica subyaciera la decisión de resguardar el folclore del peligro de la grandilocuencia, un poco tras las enseñanzas de Yupanqui. ¿Por qué la música académica debía redimir al folclore asimilándolo a las macroformas? ¿De qué había que redimirlo, en todo caso? Sin embargo, la tensión cultural que el siglo XX había heredado del romanticismo europeo latió en Manolo Juárez hasta el último compás de su vida. ¿Por qué si no elegir a Chopin para la despedida?

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