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Que lo imprevisto se torne necesario. Fito Páez a treinta años de El amor después del amor

DISCUSIÓN

Coincidente con la edición de su libro de memorias Infancia y juventud, el 8 de noviembre Fito Páez pondrá fin a una poderosa serie de ocho conciertos (¿es posible que la palabra “recital”, cara a la cultura rock, haya quedado en desuso?) en el estadio cubierto Movistar Arena de la ciudad de Buenos Aires. Este escenario, alarde del haussmannismo porteño de estos últimos años, es una especie de Luna Park nada plebeyo, escala intermedia entre el Gran Rex y la cancha de River. Tiene capacidad para dieciséis mil almas. En este caso, la medida no es accidental ni aleatoria: la música de Fito es un objeto de celebración masiva pero no aglomerada. En el frenesí del “vivo” despertado por la pospandemia, se fueron sumando fechas a medida que la demanda fue respondiendo de modo exponencial.

Los sitios de la representación musical (para decirlo con Jaques Attali) revelan varias cosas del fenómeno artístico en cuestión. Por lo pronto, su escala social y “de clase” (cuesta imaginar un concierto de Indio Solari en el Arena, francamente), pero en el caso de Páez quizá eso no sea lo más importante que haya para analizar. Al fin y al cabo, su éxito ha sido —en cierta medida sigue siendo— contundente e irreductible a un solo tipo de público en especial, más allá del tinte clasemediero capitalino del Arena. Sobran pruebas para asegurar que al menos un puñado de sus canciones ha sido adoptado por cientos de miles (¿acaso millones?) de argentinos, sin mencionar aquí los numerosos seguidores con los que cuenta en otros países de la región, e incluso en Cuba y España. Teniendo en vista la dinámica de recambio expeditivo que alimenta el Moloch de la industria de la música, la capacidad de Páez para permanecer vigente como actor cultural de la Argentina contemporánea es notable. Por otra parte, su alta exposición pública —la lección del estrellato de Charly— no parece fatigarlo, más bien lo contrario. Ha sabido también manejar estratégicamente los tiempos de presencia y ausencia, de actividad y repliegue. En general, tiene buena puntería. Se presenta como un artista culto, de hábitos de lectura consolidados (la lección de Spinetta) y de ideas políticas progresistas. Como solía hacer María Elena Walsh en los medios de su época, de vez en cuando Fito ejerce su libertad de expresión dando opiniones sobre algún tema de actualidad. Un tiempo atrás, firmó una columna periodística contra el votante macrista, afirmando que le producía repulsión toda esa “gente sin swing”. Obviamente hubo respuestas airadas. Seguramente muchos de esos votantes lo fueron a escuchar al Arena, lo que vuelve más interesante su posicionamiento político.

Como se sabe, El amor después del amor está considerado el álbum más vendido en la historia del rock argentino (esto se desprende de los guarismos publicitados por los nunca del todo confiables libros contables de las majors de la música). Se trata de un disco de calidad homogénea, sin temas de relleno, de producción muy cuidada —contó con colaboraciones acotadas tan notables como las de Luis Alberto Spinetta, Charly García, Lucho González, Chango Farías Gómez y Andrés Calamaro— y marcado por el ethos autorreferencial de su creador enamorado. (Con Fito podría decirse que la canción popular argentina se puso en línea con el género literario de la autoficción). Algunas de sus mejores canciones, como “Pétalo de sal”, “Un vestido y un amor”, “Detrás del muro de los lamentos” y “Tumbas de la gloria”, integran la playlist de aquel disco pináculo, concebido tras una remontada que se inició con Ciudad de pobres corazones (1987) y que, ventas mediante, le reportó un considerable beneficio económico con el cual pudo hacerse de un estudio de grabación propio (Circo Beat), aventurarse en el mundo de la realización cinematográfica (la enseñanza de Andy Warhol: no descanses en tu experticia artística sin probar hacer todo lo otro que tengas ganas) y encarar buenos discos, al menos hasta los comienzos del siglo XXI.

Desde luego, lo verdaderamente interesante de las catorce canciones de El amor después del amor reside en la puesta en acto de un ars poética fuertemente personal, diríase idiosincrásica de su autor, y al mismo tiempo resultante de una época dorada de la canción rock argentina, cuando el conocimiento de modulaciones armónicas (“jobinianas”, las llama Fito), bases rítmicas más o menos variadas —del 4/4 al 6/8—, un grado de destreza instrumental funcional a los desafíos del material compuesto y una idea de letra/poesía tributaria de autores como Expósito, Manzi o Castilla era un codiciado —si bien no escaso— capital simbólico que le permitía a cierta nobleza de la “música joven” legitimarse ante los monumentos de la canción argentina tradicional y, al mismo tiempo, venerar a Los Beatles y su prole artística cosmopolita.

Del mismo modo que sería necio negar que hubo una “década del cuarenta” del tango, reconocer un momento luminoso de la canción “joven” argentina — momento del que Páez es tanto un continuador como un curador— no implica desdeñar los modos expresivos surgidos más tarde, en otras circunstancias y bajo otras influencias. Antes que abrir un nuevo camino de canción, la obra de Fito parece ser la culminación, sin duda virtuosa, de una historia que comenzó en algún momento de finales de los años sesenta. Él lo ha deslizado en algunas de sus canciones, especialmente en “Al lado del camino”: “Yo era un pibe triste y encantado / de Los Beatles, caña Legui y maravillas / los libros, las canciones y los pianos / el cine, las traiciones, los enigmas”.

La genealogía que, a manera de espejo virtuoso, identificaba al joven Páez de 1992 estaba integrada principalmente por Litto Nebbia, Luis Alberto Spinetta y Charly García (no es casual que, para Moda y pueblo, el bello disco que hizo con Gerardo Gandini en 2005, Fito haya elegido temas de estos autores para versionar, junto a otros de su propia cosecha). En ese sentido, quizá estemos ante el último exponente de un género/estilo que, tras postularse contra los mandatos de la Patria —“quieren hacerme esclavo de una tradición”, escribió Pipo Lernoud en los comienzos de la narrativa rockera— terminó completándola simbólicamente, sin renunciar a la mirada crítica y desacralizadora. Podría afirmarse que estamos ante un romántico en términos espirituales, pero un neoclásico en referencia a la historia de la cultura musical a la que siempre perteneció y con la que sin duda se siente a gusto. El rock como educación sentimental, pero más aún como educación estética. Pero, ¿qué rock?

“Herencia” es una palabra de uso frecuente en su discurso. Predispuesto a una sociabilidad de riqueza cultural (admite haber conocido la música de Cuchi Leguizamón a través de su amiga la cantante Liliana Herrero), Fito se hizo compositor en un período especialmente proclive al diálogo entre músicas de orígenes bien diferentes, cuando la brecha generacional asociada al gusto musical había empezado a ceder a favor de una suerte de frente cultural contra la dictadura, algo que se aceleró inmediatamente después de la Guerra de Malvinas. Seguramente la singular escena musical y literaria de Rosario tuvo algo que ver en este clima de mayor receptividad respecto a lo legado. “La herencia te toma, no la decidís”, le explicaba Páez a Pablo Plotkin en una nota de Rolling Stone de diciembre de 2012. “En un momento te agarró y ya estás adentro”. ¿Abducido por la herencia o conscientemente orientado hacia ella? Quizá un poco ambas cosas, pero está claro que el afán rupturista con el que se cimentó la cultura rock empezó a verse en lejanía cuando salió El amor después del amor, salvo en lo que respecta a cierta “actitud” (otra palabra de su diccionario personal) con la que Fito dice posicionarse frente a la vida.

¿Han sido los conciertos del Arena el acontecimiento musical del año? Altas chances de serlo. Fito no ha dejado de crecer como intérprete. La celebración redonda de su disco fetiche, índice de un momento personal y colectivo inconfundible, estuvo acompañada de un fugaz viaje por otras canciones más o menos de aquel tiempo. La fuerza escénica de esa mezcla de rockero impenitente y dandi en colores es fantástica. Integran la banda Mariela “Emme” Vitale en voz y coros, Gastón Baremberg y Diego Olivero en la base rítmica, Juani Agüero en guitarra eléctrica, Juan Absatz en teclados y Carlos Vandera en guitarra acústica. En la sección de vientos figuran Alejo von der Pahlen en saxo alto y barítono, Manu Calvo en trombón y Ervin Stutz en trompeta y flugelhorn.

Desde el que da título al álbum hasta “A rodar mi vida”, los temas son interpretados en el orden de edición (interpretar en vivo un disco tal como salió al ruedo se ha vuelto tópico en las escenas del jazz y el rock), y a manera de extenso bonus track, el menú se completa con algunas canciones de los álbumes que le siguieron al recién celebrado. El cierre no puede ser otro que la eufórica “Mariposa tecnicolor”, algo que para algunos podría entenderse como un aviso no muy velado de futuras conmemoraciones, aunque conociendo la inteligencia de Páez para esquivar lo convencional, no parece algo factible. Pero la brillantez del concierto no evita pensar en la paradoja que sobrevuela la noche: el cantautor de temas visceralmente fechados (muchos recuerdan dónde estaban cuando escucharon tal o cual canción por primera vez) ya no parece encontrar en su piano y en su don melódico aquella infalibilidad de sus mejores momentos; el Zeitgeist de nuestro presente tiene otras decodificaciones, con todo lo problemático que esto implica.

Por supuesto, Fito sigue aventurándose por caminos no explorados (el sinfonismo de Futurología Art), reescribiendo una vez más capítulos mitologizados de su propia vida (Los años salvajes) o animándose al formato de piano solo (The Golden Light). Pero cuando en un momento del concierto afirma, con evidente sinceridad, que “la vida me lo dio todo” (lo hizo en la función del 30 de septiembre al presentar como invitado a Rubén Rada), reconoce cierta fatuidad al pretender ensanchar un corpus de canciones que alcanzó el estatus de clásico popular. Y que, como todo clásico, siempre estará abierto a renovadas lecturas o escuchas (la versión “mapeada” y de coda extendida de “Ciudad de pobre corazones” revitaliza una canción de groove poderoso cuyo significado profundo no ha dejado de actualizarse, casi hasta la distopía).

Antes de interpretar “Tumbas de la gloria” —tal vez su gran canción—, Fito ensaya una explicación que, sin ironías a la vista, parece parodiar los ejercicios de analogías que solemos desplegar quienes escribimos sobre música (“con algo de los hermanos Expósito, de Piazzolla, etcétera”). Finalmente reconoce que “a esta canción la hice con dos cuerdas”. Así nos dice, con sencillez, que el arte de la canción siempre es, en el fondo, un misterio, ya sea que tengas a mano una banda fortísima, como la del Arena, o sólo dos cuerdas. En uno de los pasajes más interesantes de Infancia y juventud, el hombre que mira hacia atrás con más gratitud que nostalgia se explaya sobre el ars poetica que lo define, y con él a toda una época de la canción: “El procedimiento sigue siendo el mismo. Comenzás a dar vueltas sobre una idea y en algún momento esa idea te lleva a otra y así hasta que decidís que ya estuvo bien. Si es improvisando, mejor. Esto que parece tan simple es una materia que pertenece al orden del delirio y el rigor. El caos y las matemáticas. Jugar, armar planes y que ‘lo imprevisto se torne necesario’, en palabras de mi último gran maestro, Gerardo Gandini”.

 

En conmemoración de los treinta años de la salida del disco El amor después del amor, Fito Páez y su banda brindaron conciertos en el estadio Arena Movistar de la ciudad de Buenos Aires los días 20, 21, 25, 26, 29 y 30 de septiembre, y 7 y 8 de noviembre. Otras fechas incluyeron las ciudades de Córdoba y Rosario.

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