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Sobre Sontag. Vida y obra, de Benjamin Moser

DISCUSIÓN

Habíamos leído a Susan Sontag pero sabíamos muy poco de la otra Sontag, la de los retratos célebres y la vida pública, y menos todavía de la Sontag íntima, oculta hasta la publicación de sus diarios en un centenar de cuadernos de notas, tres Sontag que Benjamin Moser intenta reunir en Sontag. Vida y obra (Anagrama, 2020). Se trata, asegura el biógrafo, de “la última gran estrella literaria norteamericana”, pero no sorprende que los lectores admirados de su obra no supiéramos casi nada de la vida de Sontag. Salvo en “Peregrinación”, un relato publicado en The New Yorker en 1987, no hay vocación autobiográfica en la obra, ni siquiera en La enfermedad y sus metáforas, el ensayo que escribió sobre el cáncer, después de la primera batalla ganada a la enfermedad con la que iría a enfrentarse durante más de treinta años. Tampoco sorprende que en ese único desliz autobiográfico cuente una visita a Thomas Mann, exiliado durante una década en California. A los catorce años, la Sontag del relato es una adolescente precoz que ha leído más que sus profesores del colegio, “colecciona dioses” y está dispuesta a morir por darle cuatro años más de vida a Stravinsky junto con el amigo que la acompaña en la visita, dos colegiales rendidos de admiración por La montaña mágica que se animan a llamar a Mann por teléfono y proponerle un encuentro. “Todo lo que rodea mi encuentro con él está teñido por la vergüenza”, escribe en el comienzo; “la vergüenza”, insiste hacia el final, “que es el precio de una admiración vivida intensamente”. La palabra “admiración” se repite varias veces, muchas más en los ensayos de Sontag, y la visita completa es una metáfora ejemplar del “escritor como noble admirador” (la fórmula es suya en “La mente como pasión”, su ensayo sobre Canetti), y sobre todo de la distancia insalvable entre la vida y la obra.

Moser, sin embargo, no sólo quiere reunir vida y obra de Sontag, sino también componer una figura esquiva y contradictoria, la de la “verdadera” Sontag, oculta tras la otra entre comillas, la del célebre mechón de pelo blanco, “Susan Sontag”. En más de ochocientas páginas, recorre la obra completa, el archivo de diarios, fotografías, cartas y hasta la computadora que la misma Sontag donó a la UCLA poco antes de su muerte, y reúne testimonios de más de seiscientos entrevistados con los que conversó durante los siete años que dedicó a la titánica empresa. El resultado, mérito compartido por la destreza narrativa del biógrafo y la vida torrentosa de Sontag, es magnético. Moser reconstruye la infancia y la insospechada adolescencia en California, el fulminante matrimonio con su profesor Philip Rieff a los diecisiete, diez días después del primer encuentro, el nacimiento de David —su único hijo— a los diecinueve, su precoz debut en las mejores revistas de la intelectualidad neoyorquina, su repentina fama con un ensayo explosivo —“Notas sobre lo camp”—, su meteórica conversión en referencia obligada del pensamiento norteamericano, sus viajes y sus intervenciones políticas radicales, su voracidad apasionada, sus contradicciones y su triple lucha con el cáncer hasta el calvario final de un trasplante de médula ósea al que decidió someterse contra todo pronóstico. La tumultuosa vida amorosa antes y después de la separación de Rieff —breves affaires o romances duraderos con la dramaturga María Irene Fornés, la coreógrafa Lucinda Childs, Jasper Johns, Warren Beatty, Robert Kennedy o la fotógrafa Annie Leibovitz, por nombrar sólo unos pocos— se alterna con la disección prolija de los ensayos y las ficciones. Y si bien Moser se ocupa de evaluar los logros de la narradora y la ensayista, sopesa los argumentos de las polémicas y los réditos de las intervenciones políticas, también se detiene en el detalle oportuno que la resume o la devela. La joven Sontag esconde La crítica de la razón pura tras un ejemplar del Reader’s Digest que una profesora del secundario californiano da a leer a los alumnos mientras teje; en la Universidad de Chicago, Max Weber le da a leer traducciones mimeografiadas de Adorno y Benjamin una década antes de que se leyeran en los departamentos de humanidades; en el 63 publica su ensayo sobre Simone Weil en el primer número de The New York Times Book Review, en un índice que incluye a Gore Vidal, Norman Mailer, Adrienne Rich y W.H. Auden; a los treinta y un años, poco después de publicar “Notas sobre lo camp” en el Partisan Review, se la ve cenando en un célebre restaurante del Upper East Side con Leonard Bernstein, Richard Avedon, William Styron y Jacqueline Kennedy; en los ochenta registra en su diario la interminable lista de amigos muertos de sida; viaja once veces a Sarajevo y, en medio de los destrozos de la ciudad sitiada, monta Esperando a Godot con actores bosnios que rebautizarán la plaza frente al Teatro Nacional con su nombre (a Bernard-Henri Lévy, conocido en Francia como BHL, lo rebautizarán en cambio como DHS, “dos horas en Sarajevo”); en el hospital Sloan Kettering, muy débil ya poco antes de su muerte, completa el prólogo a una novela del islandés Halldór Laxness y elige la música para su funeral, la última sonata para piano de Beethoven, número 32, y uno de sus últimos cuartetos de cuerdas, número 15.

En el esmerado recuento, Sontag brilla con sus luces y sus sombras. Y aunque Moser, no cabe duda, ha leído Contra la interpretación y Freud. La mente de un moralista —el ensayo de Rieff del que Sontag, asegura, es oculta coautora—, se deja tentar a menudo por el psicologismo. Atribuye sus rasgos de carácter más sombríos —su ambición desmedida, su inseguridad, sus temores— al alcoholismo de su madre y, por motivos que seguramente hablan más de su propia psicología, no le perdona que no haya asumido completa y públicamente su lesbianismo. Es posible que después de años de lecturas y entrevistas conozca mejor que nadie a la “Sontag entre comillas” e incluso, sin conocerla personalmente, a la Sontag de los diarios, pero su retrato, a fin de cuentas, parece más inspirado por los dobleces misteriosos de una vida que por esa fuerza que impulsa a Sontag desde aquella “peregrinación” de la adolescencia, la admiración por la obra. Sólo así se entiende que Moser, inmune a los desbordes de la admiración rendida, lea la “vergüenza” de la joven Sontag y la metáfora sutil con que el relato resume la visita a Thomas Mann (“evaluamos nuestra actuación como dos muchachos que salen de su primera visita a un burdel”) como signos claros de la homosexualidad encubierta del trío. La frase final de la biografía, en cualquier caso, se lee como un descargo de esos espejismos previsibles en toda biografía. La propia Sontag, dice Moser, “nos previno en contra de la mistificación de las fotografías y los retratos, incluidos los del biógrafo”.

Hablemos entonces de la obra. Releí hace poco el tantas veces releído “Notas sobre lo camp” con un grupo de jóvenes artistas. El ensayo siempre me pareció prodigioso —una de esas piezas únicas, irrepetibles, que a pesar de la sintonía extrema con el presente están destinadas a perdurar—, pero la relectura y la actualidad rabiosa de los artistas lo sometían a la prueba del tiempo. En cincuenta y ocho notas breves, fragmentarias, variadísimas, a veces epigramáticas, Sontag lee en los códigos hasta entonces secretos del gusto homosexual los signos claros de una nueva sensibilidad, provocadoramente democrática, liberadora, plural. Basta volver a recorrer las observaciones sutiles sobre la teatralidad y la distancia, el estilo y la estilización, los riesgos de la interpretación y la erótica del arte —iluminaciones críticas fértiles hasta hoy—, o recorrer el espectro amplísimo que se abre en el resto del libro —de Lukács, Camus y Simone Weil a Bresson, los happenings y Godard—, para calibrar la curiosidad, la inteligencia chispeante y la sensibilidad formal de la joven Sontag. Tenía poco más de treinta años cuando escribió esos ensayos, pero estaba ya destinada a ser sinónimo de mujer intelectual con una naturalidad (y una convicción y una gracia) mucho más eficaz para enfrentarse a la dominación masculina que muchas de las reivindicaciones enfáticas de la contracultura, incluidas las del feminismo. “Mi idea de un escritor”, escribe treinta años más tarde, a propósito de la reedición de Contra la interpretación, “alguien que se interesa por ‘todo’”. Y también: “Ya no pensaba conformarme con ser una académica: montaría mi tienda fuera de la seductora, pétrea seguridad del mundo universitario”. Entrados los noventa, Sontag suscribe casi todo lo escrito en los sesenta, se reprocha apenas el impulso pedagógico (“¡Todas aquellas listas, recomendaciones!”) y deplora con un dejo elegíaco que el espíritu disidente que inspiró esos ensayos haya derivado a menudo en transgresiones frívolas, meramente consumistas, en las décadas siguientes. No ha perdido la fascinación estética por un arte capaz de deslizarse por la superficie de las cosas (“un gran vidrio sobre el que circula el deseo”) y, aunque se ha vuelto más escéptica con la utopía democratizadora de los sesenta, sigue confiando en el poder transformador de la literatura y el arte. No sabemos si habrá lectores capaces de acompañar la ambición de la gran literatura, propone en otro texto tardío, pero sabemos que hay libros necesarios, libros en los que hay sabiduría, juego mental, empatía dilatada, registro de un mundo real, huellas de la historia, advocación de emociones contradictorias. Un ensayo de homenaje a Barthes deja ver parte de la genealogía secreta de esa vocación afirmativa, a salvo del prejuicio y el conservadurismo faccioso. Como Barthes, Sontag renegó de los papeles vulgares del crítico como constructor de sistemas, autoridad, mandarín, mentor, para reservarse el ejercicio del gusto que implica invariablemente el elogio, y heredó del maestro el temperamento formalista, el talento para el aforismo y el privilegio del goce. El éxtasis de la escritura, que describe con lucidez en Barthes, también la nombra: “Las palabras ‘placer’, ‘dicha’, ‘felicidad’ se repiten en su obra”, escribe, “con un peso que es a la vez voluptuoso y subversivo”.

Bastaría con ese comienzo rutilante para ganarse un lugar central en el pensamiento crítico del siglo XX. Pero Sontag siguió alternando el ensayo con la ficción y quizás la definan mejor, por extensión, los títulos de sus tres últimos libros: En América, su cuarta novela, Cuestión de énfasis, la colección de ensayos de los últimos veinte años, y su polémica vuelta a la fotografía, Ante el dolor de los demás. ¿Quién, si no ella, después de todo, ha sido capaz de poner el énfasis oportuno en América y sostener la llama de una cultura pluralista, irrespetuosa de las jerarquías para entender el presente, pero atenta a la grandeza del pasado? ¿Quién ha sabido conciliar mejor la curiosidad por la cultura europea con la irreverencia norteamericana? ¿Quién, para usar la fórmula alquímica con que ella misma definió a John Berger, ha podido combinar “la atención al mundo sensible con la respuesta a los imperativos de la conciencia”? Con la misma naturalidad de Berger, Sontag pasó del ensayo a la ficción, de la literatura al cine, la fotografía o el teatro, como si en la tensión entre imaginación y razón, entre palabra e imagen, buscara un territorio más libre, no amojonado por los límites de los géneros y los medios convencionales. Como a Berger, el arte no la alejó del sufrimiento del mundo y, en Hanói, Sarajevo o Nueva York, siguió confiando en la mirada doble del outsider como intensificador de la experiencia.

No tomé el té con Sontag pero tuve la suerte de entrevistarla a fines de los noventa. Del encuentro en Nueva York me queda el recuerdo de una larga conversación en su departamento de Chelsea, en la que la felicidad de la experiencia estética y la aventura del pensamiento se traducían hasta en los más mínimos gestos, intraducibles después en la entrevista. Por algún motivo, el encuentro quedó unido para mí a los ochenta retratos de Georgia O’Keefe de Alfred Stieglitz que acababa de ver en el Metropolitan Museum, una sinfonía fotográfica sobre la excepcionalidad femenina —mezcla imprecisable de fragilidad e independencia—, y también a la sonrisa de Anita O’Day cantando “Sweet Georgia Brown” en una escena de Jazz on a Summerday que vi también en esos días, una imagen imborrable del éxtasis de felicidad que sólo puede regalar el puro encanto femenino. En la conversación, Sontag habló de la historia secreta de “Notas sobre lo camp”, de la dificultad de las mujeres escritoras para aislarse de la vida cotidiana (“Las mujeres no tenemos esposas”, dijo, ironizando sobre una frase de García Márquez), me preguntó por Borges y la literatura argentina, compartió sus lecturas recientes (“¿Quiere una recomendación? El libro del recuerdo, la novela del húngaro Pétér Nadás que acaba de traducirse al inglés”) y, hacia el final, hizo una defensa de la literatura como forma de ampliación del mundo: “En medio de los lenguajes degradados de los medios masivos, las burocracias y las jergas técnicas, ¿se imagina qué sería de nosotros si no existiera esta especie de antídoto, de contraejemplo de cómo sentir y pensar? La literatura amplía el mundo. Yo no sería la misma si no hubiese leído a Dostoievski. La literatura es una educación del corazón y de la mente”.

El prejuicio habitual con que los lectores enfrentamos (y comparamos) a la ensayista y la novelista es, por supuesto, superfluo. Su “incontenible capacidad de admiración y entusiasmo” (otra vez Sontag sobre Canetti) sigue viva en la obra. Leerla es acompañarla en la aventura indiscernible de la imaginación y el pensamiento. Sus libros son necesarios mucho antes de encontrar un género.

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