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Siendo una de mis canciones favoritas del brit pop más marginal de los noventa, ¿cómo no tenía ni idea de que estaba inspirada en una película francesa de 1962? Recién hoy —5 de noviembre, un día después de que el quinteto londinense Stereolab tocara en el C Art Media de Villa Crespo—, descubro que la Cybèle de su “Cybele’s Reverie” (1996) remite a la niña de doce años que protagonizaba Les dimanches de Ville d’ Avray. Se trataba del debut de un tal Serge Bourguignon (no lo conocía), quien se llevó el Oscar a Mejor Película Extranjera en 1963. En el sitio IMDB, subieron una recomendación de Jonas Mekas, donde enumera “la imaginación, la sensibilidad y la poesía” del filme, según él, influido por maestros como Cocteau, Resnais y Welles. La vi de un tirón, bajo el efecto de una sobredosis de Reishi (medio frasco) y una botella de sauvignon blanc (Rosalía lo puso de moda), por lo que apenas recuerdo un paisaje que el blanco y negro reducía a grafías de tinta china, con la voz de la niña superpuesta (“Te amo, te amo”). Y el final, un final de lágrimas, miserere de fondo y las tres mejores frases que escuché como cierre de película: 1. “Ya no tengo nombre”, 2. “No soy nadie” y 3. “No soy nada”. Lolita invertida: acá lo vemos todo desde los ojos distorsionados y el corazón torcido de la Cybèle enamorada, en una escenografía de provincias y posguerra. Me imaginé a la francesa Laetitia Sadier —comparte el liderazgo del grupo con su ex, el inglés Tim Gane, desde 1990— rememorándose a sí misma como una niña que llora viendo llorar a otra niña. La canción me transmitía eso antes de descubrir a la musa Cybèle, de todas formas, gracias a un estribillo que eterniza “las piedras, los árboles, los muros” de una infancia que “aporta la magia cuando todo se hizo, se leyó, se bebió, se comió”.
Como en el poema “Brisa marina” de Mallarmé, el cansancio de haberlo vivido todo sólo se redime con el sueño de una fuga. Y de eso se trata la otra gran canción de Stereolab, “The Flower Called Nowhere” (1997), donde unos barquitos flotan en el agua sin rumbo. “¿Es cierto que ninguno de ellos / será libre alguna vez y navegará?”, se oye sobre un compás de 3/4 que, combinado con burbujas de sintetizador, nos ayuda a ver esas embarcaciones golpeando contra sus muelles, fatalmente una y otra vez… Sadier es confesa lectora de Cornelius Castoriadis, como se comprueba en el nombre Socialismo o barbarie del disco que editó con su otra banda, Monade, y en el estribillo de “Spark Plug” (1996), donde repite “autoproducción, autoorganización”. Por eso, todo fan avezado asegurará que estamos simplemente ante una metáfora naútica de un ítem marxista: pasiva atomización y anomia de las multitudes en el capitalismo…
Por lo pronto, “Cybele’s Reverie” cerró el show argentino, con una versión en colores secundarios (sin los esenciales arreglos de cuerdas), rockeando por lo bajo al modo de los primeros Banshees, mientras el público saltaba aportando los subrayados corales más primarios y descansando un poco del “Olé Olé Olé / Stereó, Stereó” que impuso los bises. Cada músico extranjero que viene a tocar descubre algo importante: la audiencia argentina nunca será pasiva, siempre participará de los temas como otro instrumentista. Acá se corean hasta los riffs. No es común eso. Es nuestro.
Por su parte, “The Flower Called Nowhere” fue la sexta canción de la playlist, mientras que el resto trató de cumplir con la presentación de los trece tracks contenidos en su excelente álbum en estudio, ya el número once, Instant Holograms on Metal Film, que salió en mayo. Como escribió Ben Cardew en Pitchfork, lo que pintaba como parodia tardía (por ese lado venían) terminó siendo, por suerte, la Idea Platónica de un disco de Stereolab (que decidió destilar los logros de su pico creativo, datado allá entre 1995 y 1997). Además, este año les jugó a favor el hecho de reclutar al trío de Chicago Bitchin Bajas como productor: mismas fuentes musicales que Gane y Sadier —las alemanas más que nada—, pero procesadas desde el siglo XXI.
Lamentablemente, sólo se hace referencia a la lírica de la banda para resaltar su tendencia al refranero situacionista, dejando de lado temas excepcionales como los que citamos o “Velvet Water” y “Blue Milk” (1999), donde cierto misticismo es sugerido en francés por el agua y la infancia (otra vez). Admito que es el Stereolab que más me gusta, pero también me he entregado a los versos de “French Disko” (1993), y así los recibo: más como cascadas de cadencias que como una metralleta de consignas y axiomas (así hubiera sonado en el repertorio de punkies de protesta como The Clash o Tom Robinson Band). A saber: “Siempre me dijeron que así es la vida / Los Hombres tienen que matarse entre sí / Bueno, yo digo que todavía / hay cosas por las que vale la pena luchar / (La resistance) // Se dice que la existencia humana no tiene pies ni cabeza / Como esos actos de solidaridad rebelde / que pueden darle sentido a este mundo / (La resistance)”. Pero no sería justo definir sus versos como mero “agit prop/pop”: estoy seguro de que, en realidad, el problema es disociar las letras del canto y la música. Se los pruebo sin salirme del ejemplo de “French Disko”.
Aquí son los ingredientes fónicos y sónicos los que dan en la clave del “mensaje”: por un lado, la superposición de voces femeninas, y por otro, la combustión de la banda que toca ese punto rojo-blanco del calor que obsesionaba tanto al primer Lou Reed como al Juan José Saer de La mayor. Cuando Mary Hansen murió en 2002, tan absurdamente (un camión atropelló su bicicleta), Laetitia perdió una segunda voz muy significativa. Incluso en vivo (las vimos juntas en La Trastienda hace veinticinco años), la performance consistía en una “esquizofonía” a dos (y a veces a tres o cuatro) voces.
Una lanzaba sus párrafos de sociología marxista, con esa entonación que Simon Reynolds resumió como un mix entre Nico y Astrud Gilberto, mientras la otra podía estar al lado mandando un “Pa ba daba daba dá” o un “lalalá” nomás, o subrayando palabras. En esos coros radicaba el “acuerdo”, el acorde, la armonía social que proponía Stereolab. “Our longing to reunite”, canta Sadier ahora, apuntando a la empatía contra la anomia y la atomización. Redimir la disociación mediante una posible consonancia que la música viene a recordarnos. Cada canción busca equilibrar lo reflexivo de la política y lo afectivo de la música, lo verbal y lo pre-verbal. Dar con ese momento en que llegan a hacer coro el ángel de la alegría y el diablito de la tristeza, sobre los hombros de un teatro spinoziano, movilizado por el deseo de un cambio social. Al contrario de bandas que trazan una línea voluntarista, en un crescendo mesiánico que sólo alimenta idolatría de cancha (U2, Coldplay), Sadier-Gane y sus compañeros motorizan la orquestación hasta dar con un pico de intensidad y concertación en la jam, algo que aprendieron por igual de Velvet Underground y el krautrock. Siguiendo a Can y/o Faust, intentan maximizar lo más posible el minimalismo, cosa que demostraron desde 1993, sobre todo con la famosa “Jenny Ondioline” (es ejemplar cómo la banda, a dieciocho minutos de la entropía más solar, retoma la senda sin caer en caos). Los temas que les remixó —o les recompuso y descompuso, mejor dicho— Steve Stapleton (alias Nurse With Wound) extreman esta tendencia minimal/maximal hasta la abstracción total, como lo pueden disfrutar en los eps Crumb Duck (1993) y Simple Headphone Mind (1997). Crumb Duck, sobre todo, es el mejor monumento al fetichismo krautrock que se haya probado fuera de los setenta.
Ahora bien, cuando escucho a cantautoras “letradas” de este siglo, como Jenny Hval o Cate Le Bon, descubro que Laetitia hizo escuela en eso de entonar términos tipo “extradición” y cortar los sintagmas en una preposición de ser necesario, así calza en la métrica. O recurrir a encabalgamientos si fuera necesario para que triunfe la melodía. Generalmente, a esta mujer se le entienden las cosas después de escuchadas, al chequear las lyrics. Entonces uno se puede encontrar con algo como “Truthfulness has fallen in desuetude” (leyeron bien) al final de una canción que no hizo más que contagiarnos alegría, pese a que el título es triste, “Melody Is a Wound”. En su momento, el crítico del New York Times Neil Strauss aplaudía ese tipo de balada electro-folk que inauguró “Ronco Symphony” (1993) y desarrollaría a fondo muy pronto el dúo Air, pero menospreciaba a Sadier, quien —según él— “repetía vacíos eslóganes radicales como ‘Queremos la rebelión incondicional’ en su suave y cantarina voz”. Después de todo, es una canción de amor y, como nos confesó aquí en vivo la Laetitia modelo 2025 (cincuenta y siete años, nacida justo durante Mayo del 68), es medio hippie y cree en la libertad, la revuelta, la paz (“Este capitalismo es una guerra”, dice en C) y también el amor, por más que su imagen sea de señora culta de culto, digamos, una Graciela Borges, o una Sara Gallardo.
Ateniéndose a las melodías, esforzándose por afinar, Laetitia “hace ruido”. Por algo la comparación con Nico: tampoco será la Reina Fría en la línea de Grace Slick/Siouxsie/Hynde/Stevie Nicks, pero queda claro que de Björk y Rosalía está lejísimo. Tampoco grita, lo cual desautoriza y desautomatiza la ideología que pide rock combativo con la queja subida de volumen. Lo cual no quiere decir que haga el camino de un Paul Weller en los ochenta: de The Jam a Style Council, el objetivo era convencer al no convencido en tiempos de Thatcher, echando mano de una música menos rockera, más “agradable” y un mensaje más comprensible, más pop, popular, populista. Al contrario, Sadier complejiza la cosa, cuando la letra de “New Orthophony” (1994) consta del verso “Need to examine uncritical times” veintiún veces reiterado, y unas veces más ya sin el “times”. La moraleja dicha se torna mantra en el trance de la música. Paradójicamente, ahí se produce el ruido, en la disociación cognitivo-afectiva, que busca armonizarse, aspirando a un ajuste (acaso dialécticamente irresoluble). Para el oyente, lo que Gane aseguraba en una revista The Wire de 1996 sobre su amor por “las contradicciones en la música”, se comprueba una y otra vez en una escucha de oscilación brechtiana, dependiendo de que se sincronice corporalmente o de que trate de comprender. Pongamos por caso la flamante “If You Remember I Forgot How To Dream Pt.1”: el cuerpo recuerda un olvidado subidón de nueva ola (venga de aquel Club del Clan o de su reivindicación por parte de Virus/Twist), en tanto la cabeza procesa versos tipo “Revolución permanente de qué implicaciones”. Pero al beat up lo compensa un descenso por tonos menores y una prosodia francesa exigida al inglés, lo cual consigue un indisoluble fraseo fónico-sónico en bastardilla, más allá de lo verbal, más allá de palabras como “conceptualizaciones” (sic), cantadas como si nada, más allá de un “laberinto rizomático” nombrado al pasar (que a quién no sonrojaría). Siento que vuelvo a equivocarme al verlos en vivo. ¿Cómo pueden reproducir en un escenario lo que perfeccionan definitivamente en su último disco —desde la composición hasta la ejecución, pasando por los arreglos—, digamos, ese “pop maduro” que canalizan mediante una banda de rock tocada y retocada en estudio? Como esa perfección es irreproducible, juegan a rockearla más, entrando en esas combustiones de rojo-blanco, okey, pero siempre dejando fantasmas harapientos de las canciones tal como fueron grabadas.
Stereolab es un grupo que nos gusta mucho a los periodistas. ¿Por qué? Porque hacen música como un periodista de rock la escucha: pensando en fórmulas de influencias, reconociendo de dónde viene cada cosa. Basta citar títulos para olfatear cierta parodia de géneros inexistentes, como “Avant Garde MOR”, o “John Cage Bubblegum”. Pero no sólo se trata de data musical, sino de “subcultura general” (el imaginario retrofuturista y enciclopédico pero bizarro, más el gusto por el cine más under , eran propios de hace treinta años). Podrían haber sido la tapa eterna de Les Inrockuptibles. Pero también son precursores de la búsqueda de “conejos de Pascua”, esa a la que, por estos días digitales, los influencers nos han sometido hasta el hartazgo, apenas asomó el “críptico” Lux.
Definitivamente, Gane y Sadier siempre demostrarán que pertenecieron al Zeitgeist de los noventa, cuando el rock había acumulado historia y, antes que deconstruir, era más efectivo reconstruirlo a piacere. Aquellos eran tiempos en que cada uno fabricaba su propio Frankenstein, montando partes de diferentes épocas. Un periodista fan como Douglas Wolk podía festejar cómo Stereolab “usaba cada ropa que tenía en su ropero” (que además, literalmente, era usada, de feria americana o de sus padres), porque lo hacía enfocado más en el timbre que en las estructuras (¿seguro?), pero el mala onda del ya citado Strauss los condenaba porque “cada canción que canta esta banda la toma prestada”. Son dos visiones del mismo posmodernismo noventoso. Gane se lo declaraba abiertamente a Mike Barnes en 1997, cuando se los acusaba de “robarles” el beat motorik a los alemanes Neu!: “Muchas de nuestras canciones no vienen de la perspectiva de un cantautor, sino desde el punto de vista de quien integra sonidos diferentes y discos y músicas que estamos escuchando; lo que hacemos es poner esas ideas en un marco donde funcionen juntas. Pero, por supuesto, cuando estás muy apasionado por un disco, a veces se nota mucho…”. Por aquellos años, unos usaban literalmente samplers para combinar elementos de músicas ajenas e históricas, y otros ejecutaban sus collages de pastiches con guitarra-bajo-batería. Mientras Lenny Kravitz ofrecía una versión posmodernista del rock negro, Oasis sintetizaba a Los Beatles desde el rock indie del sello Creation y Blur, bueno, Blur mutaba por tema o por disco, tratando de lograr un eclecticismo británico con el mismo olor a Burberry… La originalidad radicaba en la recombinación. Digamos, ese procedimiento que luego Nicolás Bourriaud importó del pop al arte para que se entienda lo de “posproducción” (dicho al pasar: Reynolds casi lo dice en su Retromanía: “si yo soy Neu!, Bourriaud es mi Stereolab”…).
En el caso de Gane-Sadier, se ocupan de moldear su pop/rock tanto en lo más terminal y minimal del género (Velvet Underground, Neu!, Suicide), como en lo más aburguesado de la era prerrock (el easy listening y sus zonas de confort), apoyando las canciones en el pop pararrockero con acento francés (¡el Ye-Yé y lo más softy de la Hardy!). Aunque en los primeros álbumes, todo suene más derivativo, ya en los mejores —Emperor Tomato Ketchup de 1996, y Dots and Loops de 1997— lograron ser remixados/reeditados por productores como John McEntire (Tortoise) y Andi Toma (Mouse on Mars), borrando referencias y reverencias de lo que Simon Reynolds llamó “rock hecho por coleccionista de discos”. Hoy la banda consigue que los temas deriven de manera orgánica, incluso atravesando zonas de prog-muzak (pensemos en el Zappa de “Peaches En Regalia”, o los Focus de Mother Focus).
En su momento, el crítico Robert Christgau untaba con ironía la misma frase para sintetizar su opinión sobre dos discos distintos de Stereolab. Celebrando Transient Random-Noise Bursts With Announcements (1993), escribió que era casi lo suficientemente “ganchero”, pero al despreciar Mars Audiac Quintet (1994), puso que no lo era para nada. Esto iba a que la suficiente cantidad de gancho pop le habría servido “para reconciliarme con un mundo que necesita música de fondo marxista”. A la salida de la sala C, me recuerdo gruñendo reproches a un recital que arruinó muchas canciones pop que en disco suenan perfectas. Sin embargo, bajo una llovizna noir, me sentía reconciliado con el mundo: una música de fondo marxista empezaba a sonar en el aire, llegando con la noticia de que Zohan Mamdani era el nuevo alcalde de Nueva York.
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