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El sábado 2 de abril murió Sergio Chejfec, escritor singular y amigo querido. Queremos despedirlo recuperando este breve ensayo sobre el médico venezolano José Gregorio Hernández y la iconografía popular que lo venera, publicado en 2004 en la sección milpalabras del número 4 de Otra Parte impresa. Quien haya visitado alguna vez el estudio de Sergio no olvidará la colección de figuras de José Gregorio que atesoraba desde sus años en Venezuela.
¿A quién mira esta figura y qué se mira cuando se la contempla? La imagen de la pequeña estatuilla plástica, made in China, pertenece a José Gregorio Hernández, el médico venezolano. Pionero local de la medicina experimental, la histología y la microbiología, profesor universitario, católico ferviente, clínico infalible y caritativo, murió en 1919 arrollado por uno de los pocos automóviles que circulaban entonces por Caracas. La ciudad expresó su dolor; desde las elites, adonde pertenecía, hasta los más olvidados.
El culto popular a JGH como sanador, protector e incluso benefactor, es indisociable de su trágico final (un domingo al mediodía cruzaba la calle para comprar los remedios que precisaba una anciana pobre y enferma) y de su trayectoria, donde conviven las figuras contrapuestas del sabio positivista y piadoso. Fue un hombre metódico, con tendencia a la soledad. Se cortaba sus propios trajes, según figurines recibidos de París, y los niños temían sus fuertes pellizcos. No se hurga demasiado sobre su vida afectiva, quizá respetando una privacidad inconveniente si se hiciera pública; o probablemente JGH fue una persona que acalló hasta el extremo sus impulsos sentimentales —si los tuvo—. En dos oportunidades, en el apogeo de su carrera profesional, quiso ordenarse sin éxito: primero como cartujo en Lucca (Italia) y luego como sacerdote en Caracas.
Su tumba atrajo personas aún más allá del período de duelo, y los primeros indicios del culto aparecieron con las ofrendas, suerte de pago por los dones recibidos. A JGH se le pide que sane o que aleje las enfermedades, y en algunos casos que brinde bienestar en general. Su fama protectora se extendió más allá de la salud y de las fronteras venezolanas. En 1969 debieron trasladar sus restos del cementerio a una iglesia: la tumba (ya convertida en una especie de depósito) se había incendiado debido a la cantidad de velas, sustancias rituales y objetos ofrendados.
Sin embargo la jerarquía católica siempre miró con desconfianza a JGH, quien hasta ahora sólo ha conseguido el título de Venerable. Pero ese mismo rechazo eclesiástico permitió que el culto popular creciera; los devotos establecen con el Doctor una relación personal sin interferencias del dogma. JGH ocupa la cima, compartiendo con una o dos figuras más, entre ellos el Libertador Simón Bolívar, la Corte Celestial, la máxima jerarquía de la santería, desde donde puede, incluso, operar enfermos.
En Venezuela las imágenes de JGH se repiten de diversos modos y en distintas situaciones. Estatuas tanto en lugares públicos como en pequeños promontorios al costado de los caminos; desde figuras de yeso o plástico hasta estampitas de papel; hay agua mineral con su nombre como también pequeños habanos. Dentro de las casas, el Doctor puede compartir el altar hogareño con otras devociones, o puede salir de algún armario cuando alguien se enferma. Ha sido personaje de películas y telenovelas, y también interesó a generaciones de artistas, en especial plásticos y fotógrafos, quienes ven en esta figura omnipresente, donde se condensan la nacionalidad y la cultura popular, un icono de misterio y excentricidad.
JGH es el mito pop permanente de la cultura venezolana, vehículo de guiños y homenajes; así como se visitan mucho sus santuarios (la iglesia donde están sus restos, el pueblo donde nació, la antigua tumba del cementerio), también forma parte del imaginario artístico popular. Pintores ingenuos y en especial tallistas en madera, casi siempre de origen campesino, tienen a este personaje como motivo reiterado, debido en buena medida a lo fácil que les resulta colocar estas piezas.
La iconografía de JGH es sumamente reducida. Se trata de las dos o tres estampas que trascendieron después de su muerte. En la fijación de la imagen fue decisivo el sentimiento que precisaba perpetuarse: el atuendo urbano, la severidad, por ende la rectitud. La santidad se verifica mejor en las imágenes que en las figuras de tres dimensiones, porque siendo en general retratos, se colorean mejillas y fondos con tonos angelicales.
En el caso de la estatuilla adjunta, los ojos achinados no se condicen con la etimología de nuestro héroe: reflejan la procedencia del objeto. Y sin embargo es una versión tan auténtica como cualquier otra. Esto es así porque a los devotos les basta reconocer a su santo en la morfología general (los no devotos también la reconocen). Las variantes y los aditamentos (JGH aparece a veces con estetoscopio, con maletín de médico, con paraguas, con bata, etc., por mencionar solamente la imaginería propiamente religiosa) son manifestaciones que paradójicamente subliman los atributos milagrosos del personaje; son reverberaciones múltiples de un hecho, su presencia física en este mismo momento y lugar, y que demuestran, digamos, el don de la ubicuidad.
Un poco a la manera de las Marilyn o las sopas de Warhol, JGH se torna trascendente gracias a la repetición; y como las imágenes religiosas, cada versión física es correlato de su presencia espiritual. En una época de propuestas estéticas conceptuales, JGH tiene la virtud de ser un signo económico, en términos de reconocimiento, y complejo en cuanto a los significados que puede transmitir. Sin embargo las obras que lo incluyen (desde montajes fotográficos hasta recorridos interactivos) suelen fracasar en la medida en que se arrogan el develamiento de alguna clave, o peor, la inútil verificación de su omnipresencia. Incluso los incrédulos le lanzan una mirada religiosa; allí reside su capacidad como icono, restituir una experiencia en algunos casos perdida y en otros amenazada por la uniformación eclesiástica.
Las miradas cotidianas sobre las figuras de JGH no activan mecanismos analíticos, y si lo hacen son erróneas; son de las pocas contemplaciones estéticas que hoy no precisan de operaciones intelectuales para reconocerse como tales. Héroe trivial y preocupado por la salud del género humano, JGH recibe el simple encargo de continuar. Allí se establece un contrato de miradas. El Doctor sigue siendo el mismo aunque vaya adquiriendo agregados, y la gente le formula nuevos pedidos como si fuera la primera vez. Los artistas observan esto y creen que la religión popular guarda una compleja virtud estética hace tiempo extraviada —para ellos—.
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