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Cuando los inviernos eran inviernos

Bernd Brunner

TEORÍA Y ENSAYO

Hemos perdido el invierno, nos ha abandonado; ahora el transcurso de sus días es sólo un recuerdo, la melancolía propia de seres meditabundos, reacios al bullicio y desengañados del presente. Lo que parece el comienzo de una lamentación venidera tiene en realidad la corroboración empírica de los días: alarmas climáticas, fenómenos atípicos, un creciente y vacío interés en la meteorología, cuando no la desacertada expresión “¡qué tiempo loco!”. Quien descrea de esto, abra la puerta de su casa o asómese por la ventana y observe el tímido mover de las hojas aún verdes a comienzo de junio —en mi caso, y con sorpresa, ¡pequeños brotes en las hortensias de la entrada! —. Los defensores del invierno creemos entonces que no sólo ha sido la única estación que conquistamos y que estamos próximos a perder, sino también que es el paisaje propio de la literatura; sólo ella lo volvió habitable. Robert Walser cayendo en la nieve, Wallace Stevens oyendo los versos de su The Snow Man, Franz Schubert musicalizando el Winterreise sobre la base de los poemas de Wilhelm Müller, Nikolái Gógol persiguiendo los pliegues de los abrigos en las calles de Moscú o Joyce sabiendo que Los muertos debía concluir como concluye, con la suspensión de unos minúsculos copos de nieve, ¿son simples escenas?, ¿imágenes perdidas?, ¿nada más que lugares del discurso?, ¿o la escritura misma de la estación que falta?

Bernd Brunner se ha dedicado en este libro a desentrañar por qué, aun con la negatividad que lo caracteriza, el invierno ha sido una experiencia fascinante para los humanos que hace miles de años se alejaron de los trópicos; lo cual, en tiempos de calentamiento global, habilitaría pensar también que su objetivo es celebrar una cultura del invierno que desaparece. He aquí entonces que su prosa apela a conocimientos de historia, biología, antropología, el mismísimo sentido común de los registros cotidianos, para contar así esa historia de una estación que ya no sólo objetiva el detenerse de la vida, sino que también entona su canto del cisne. Sus descripciones (una cabaña en el Ártico como promesa de felicidad para cualquier viajero, el deslizar de los esquíes que acelera el congelamiento de las extremidades, el silencio luego de una tormenta en Islandia apreciado por músicos y estudiosos del sonido), cuando no el manejo de datos (las características de “la pequeña Edad de Hielo” que en 1630 congeló los canales de Ámsterdam dando paso a los cuadros de Avercamp) y la simple transmisión de un paisaje que tal vez sea la última vez que alguien vea, todo en su conjunto hace a la novelización del frío que se cuenta en sus páginas. Cómo acopiar leña, cómo acondicionar un cuarto para los meses ausentes de luz, cómo habitar la intimidad en la prescindencia del afuera —como lo hicieron Turguénev o Baudelaire— señalan los motivos, los signos, las escenas de la preparación del invierno que Brunner escribiera. Tanto en la ciudad, donde “lo normal es que la nieve se mezcle muy pronto con el polvo y la suciedad”, despojándola de su aspecto familiar y asequible —bien lo sabe quien haya intentado caminar sobre veredas congeladas—, como en el mar, en Venecia y a los ojos de Joseph Brodsky, donde la nebbia “otorga a este lugar una extemporalidad mayor que la del interior sagrado de cualquier palacio”, el invierno llega con lo más preciado que tiene: “la desvanecida luz en su momento de máxima pureza”. Monet pintando cabañas cubiertas de nieve en Noruega, Turner atendiendo a los detalles de una avalancha en Suiza o Gauguin en Copenhague viendo cómo el estrecho de Øresund se congela, han hecho entonces de él una cosa que sucede en el pasado. Tal vez por eso, la prosa de Brunner, sin otra pretensión más que despedir a un viejo amigo, nos hable de formas de la sensibilidad que ya, irremediablemente, pertenecen al museo de lo perdido.

 

Bernd Brunner, Cuando los inviernos eran inviernos. Historia de una estación, traducción de José Aníbal Campos, Acantilado, 2021, 256 págs.

 

10 Jun, 2021
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