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¿Se puede reconstruir ese instante de experiencia en que por primera vez las marcas mudas sobre una superficie se ordenaron en palabras, elevándose sobre su condición puramente material para abrirse al acontecimiento de la lectura? ¿Es posible recuperar el paraíso sepultado de las lecturas de la infancia? No, claro que no.
Jorge Monteleone lo sabe mejor que nadie y nos lo advierte de entrada: “En Infancia e historia, Giorgio Agamben nos disuade de esa fe: dice que no sería posible aislar una conciencia pre-verbal porque todo sujeto se constituye en y por el lenguaje. La fantasía de una experiencia muda originaria, entendida como una infancia de la humanidad, se eclipsa no bien se reconoce el lenguaje como el origen de lo humano”. La unión de infancia y lectura sería casi una contradicción en sus términos: si el in-fans es “el que no habla”, la lectura y la infancia apenas se tocan, en un destello fugaz: una comienza justo ahí donde la otra termina. Monteleone lo sabe, y nos lo dice, pero así y todo se embarca, en la estela de Proust y de Benjamin, en este ensayo de reconstrucción imposible de esas experiencias lectoras iniciáticas, en los umbrales de la identidad y de la lengua. El riesgo es grande; bien sabemos que estos coqueteos con lo imposible suelen desbarrancarse para el lado de la “búsqueda del ideal”, y ahí sí que estamos fritos. También lo sabe Monteleone, pero decide correr el riesgo, como queda asentado en esta declaración, que repite, como un mantra, en tres momentos de su ensayo: “Mi libro ideal debería ser así: puede comenzar en cualquier parte y ese comienzo sería aleatorio y no debería terminar nunca o debería recomenzar cíclicamente, de un modo igualmente aleatorio cada vez que el lector diera con el mismo capítulo. Como decía Mallarmé, un libro no comienza ni termina, a lo sumo lo aparenta. El libro tampoco debería ser completo, tendría un hueco, un vacío móvil: en ese vacío, inalcanzable, está la infancia”. Está la infancia, sí, en ese vacío inalcanzable, pero también, en ese “centro de la Tierra”, hay tierra, restos, impurezas, deseos, cuerpos. Si este libro se salva de caer en las profundidades insondables —y embolantes— de lo ideal es gracias al gesto potente de contaminación insidiosa que “ensucia” una y otra vez esas escenas míticas. Porque lo más interesante siempre es lo otro que se cuenta, lo que viene mezclado con la lectura, lo que la contamina y la “rebaja” (como se rebaja una droga demasiado pura). Es así como desfilan, y se mezclan, en las evocaciones de este Marcel del suburbio oeste de Buenos Aires, “nieto de obreros inmigrantes, hijo de un ama de casa y de un empleado municipal”, Julio Verne y Mark Twain, Los Beatles, Poe, el Flaco Spinetta y Pescado Rabioso, Rimbaud, Baudelaire, Bob Dylan, Artaud, las revistas Anteojito y Billiken, las traducciones de la editorial Tor, los cómics y Superman, Neruda, González Tuñón, Machado —cantado por Serrat—, Borges y Cortázar. Así de despareja y heterogénea y a la vez reconocible y entrañable para tantos es la biblioteca que reconstruye este “autodidacta con título universitario”, que confiesa haber llegado muchas veces de manera lateral a los libros relevantes, por caminos sinuosos que involucran televisores, historietas, fotografías desteñidas, traducciones dudosas. Quien esté libre de pecados, que tire la primera piedra.
Jorge Monteleone, El centro de la Tierra. (Lectura e infancia), Ampersand, 2018, 224 págs.
Imagen: detalle de “Alfred Mummings leyendo”, de Harold Knight (ca. 1910).
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