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Manuel Quaranta pertenece a esa rara y afortunada especie de escritores que sólo se sienten escritores cuando escriben. Contrario al autor profesional (estirpe Vargas Llosa) que tiene bien en claro sus horas de escritorio, el cronograma de sus libretas y el cóctel que lo vuelve más elocuente, los autores que sólo se autoperciben en el acto de la escritura (estirpe Aira) reconocen un único oficio —guiñando a Cesare Pavese— que es el de vivir.
Y es que Quaranta, al igual que el poeta italiano, cultiva ante todo el género del diario íntimo. Se trata de una disciplina (disciplinada como ninguna y menos disciplinadora que cualquier otra) conjugada en tiempo presente, cuya estructura son los días y cuyo éxito se basa en la constancia y en una extrema atención a la vida. En su caso, no estamos ante un ejercicio del yo, sino del yo en relación con un territorio: ya sea un país lejano al que se viaja durante treinta días para enseñar literatura argentina (Diario de Islandia, 2020), o el acceso privilegiado al panorama artístico porteño de los noventa en la galería Ruth Benzacar (Diario del archivo, 2023). Por lo demás, como cualquier otro caso célebre del género, los pasajes de más alto grado de singularidad, belleza e intensidad los hallamos justo cuando la escritura está postergando a la escritura.
Si Mario Levrero compuso, a su pesar (y a su placer), La novela luminosa durante el año en que debió de usar el dinero de la beca Guggenheim para escribir una novela con nombre homónimo a su diario, que nunca escribió, Quaranta logra evadir sus responsabilidades con el periodismo cultural, la crítica de arte, la academia y demás subsistencias escriturales —hay que decir, de envidiable diversidad— gracias a la práctica desenfadada, vigorosa, ya no sólo del diario íntimo, sino de pequeños textos argumentativos que ensayan vuelos y temas tan heterogéneos como tributarios de una misma pregunta elemental: ¿cómo sacar provecho de las infinitas energías neuróticas?
Por fortuna, esas energías —a fuerza de autoengaños, dirá él— cada tanto realizan su propia curaduría y se editan en libros modestos, de rápida lectura y goce duradero, como es el caso de Ensayo sobre todo. El único reproche que tengo como lector (que, al mismo tiempo, picantea y profundiza la interlocución) es precisamente el título. No porque no entienda su ironía, sino porque hay otra totalidad que sí abarca el libro. Yo diría, con igual ambición, que es un Ensayo sobre ahora, con todo lo visionario que implica reconocer los temas actuales, a contramano del ruido informativo y de los sospechosos liderazgos de opinión.
Quaranta identifica un amplio abanico de problemas de la época. No se trata ni de renombrar las urgencias sociales obvias, ni de preocuparse por los virajes totalitarios que ya nos tomaron por sorpresa. El ensayista va un paso más allá de los síntomas y vislumbra, entre otros asuntos: los automatismos ideológicos, la infantilización de la sociedad y del deseo, la pedagogización del arte, el facilismo del antifascismo, la adaptabilidad al mundo que obstaculiza el acontecimiento (es decir, la felicidad real), la peste del antiintelectualismo (que es casi tan dañina como el sentido común hermenéutico), el devenir-marketing de la política identitaria, la banalidad malvada del buenismo, etcétera.
Tildar de reaccionario a este diagnóstico epocal sería darle la razón al autor acerca de la pereza crítica que nos acecha. Nietzscheano litoraleño como es, Quaranta entiende las verdades como ilusiones que se han olvidado que lo son. Por eso es que, a pesar de su formación filosófica, prefiere ir en busca de perceptos, afectos, y no de conceptos. En esta línea, y volviendo al juego de sugerir otros títulos como manera novedosa de recomendar su lectura, diría que Ensayo sobre todo también podría llamarse Elogio del malentendido. “Sólo cuando se suspende la comunicación, el arte sucede”: así, Quaranta no sólo define el campo donde es crítico, sino que además reconoce que el propio ejercicio exegético sólo cobra sentido cuando está creando algo.
No leemos a Manuel Quaranta como a una autoridad sobre cine, arte contemporáneo, música o psicoanálisis. El interés en sus ensayos se asemeja más a la fascinación que nos despierta la puesta en página, casi con la sensación eléctrica del freestyle, de una intimidad intelectual; esto es: acompañar a una conciencia lo suficientemente curiosa y leída en el regocijo auténtico de pensar y —en el más logrado de los casos— de hacer conocimiento. Si la escritura académica consiste en dar cuenta de otros y sólo permite proponer, acaso, un adjetivo nuevo (y se está arriesgando), los ensayos que componen este libro asocian desde cero y toman mano de la tradición, no como corpus sino como cajas de herramientas. Quaranta mixtura objetos estéticos y sociales inesperados; bordea la opinión aforística que se permite disparar argumentos inmanentes sin tener que demostrar sustento. Al mismo tiempo, forja un estilo que, incluso ante el espectáculo de su honestísima neurosis, no pierde una pizca de sofisticación.
Manuel Quaranta, Ensayo sobre todo, Casagrande, 2024, 170 págs.
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