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¿Qué imagen de Baudelaire nos hemos legado para la promesa de felicidad en el futuro que él mismo padeció como el precio a pagar por su época y como el olvido necesario para trascender aun la nuestra? Si de imágenes se trata, el Baudelaire del pasado descansa en su apuesta más alta: el poeta del presente; pero si una imagen de él se proyectara sobre la lectura de nuestros días, nos sorprendería saber que ahí aún hay que discernir la del esteta, el teórico a desgano, el enfant terrible, el nombre que se vuelve un puñado de temas; en definitiva, perfiles tan resueltos que lo reducen hasta la ignorancia de lo evidente. Aun así, Baudelaire no ha dejado de ser el habitante de una ciudad, el hacedor de un verso clásico para una experiencia nueva, y eso es mucho, porque justamente habla de la manía compositiva que lo caracterizó. Acosado por deudas, herido en su orgullo familiar, vanidoso de la incomprensión necesaria que le negara una escuela, Baudelaire es más que sus libros y es mucho menos que sus circunstancias; en todo caso es el vacilante, el dubitativo, el principal impulsor de su fábula. Sin embargo, este libro de Assaf logra por momentos devolvernos esa experiencia-Baudelaire: “Lo sepa o no, lo suyo difícilmente pueda escapar a la fatalidad que exige la profanación. La luz crepuscular de un tiempo indigente desacredita cualquier inclinación por la quietud de lo armónicamente impasible; puesto que toda pretensión de severa unidad suscita necesariamente la irrisión”.
La irrisión de Baudelaire —que lo impulsa siempre hacia adelante, en todo momento y en todos los ámbitos, hasta llegar al llanto o al desvanecimiento donde encontrar su pulso nervioso— acaso sea la causa principal de su visión más profunda: un arte moderno que es contra natura por el simple hecho de la gloria efímera y la melancolía que lo hace ser artificio, naturaleza pervertida; apenas una distracción fugaz entre ruinas; o mejor aún, no más que alegorías viejas que osan levantarse como un museo de vaguedades. Tarde en el mundo para aparentar cualquier rasgo de ingenuidad, por demás sagaz como para no saber que cualquier idea no es otra cosa que la cara opuesta del spleen que a la vez es entusiasmo y decepción, Baudelaire se ampara en la moral de lo estético porque sabe que el pecado de la belleza ya está consumado: la descomposición es un método. Tal vez por eso este libro se obstine en leer una especie de itinerario que va de la lucha por lo moderno en medio de “los últimos estertores de un pasado ya abandonado”, a la imposición de una nueva sensibilidad que es “articulación entre legado antiguo y moderna transgresión”, para así, finalmente, en los restos que el polvo envuelve cual traje de la Historia, disipar un esplendor de ruinas que nos habla “del retorno a lo pasado como la ocasión para el hallazgo de lo nuevo”.
Amparado en una clásica bibliografía —he ahí un mérito del libro, ya que la distinción del ensayo se lee de punta a punta—, Assaf va trazando entre modernidad, melancolía y decadentismo una composición atractiva y rigurosa, por momentos reiterativa, pero también, en otras ocasiones, iluminada por ocurrencias de su prosa que, cuando se distancia de lo conocido, se siente ganada por su tema. ¿Pero qué sería sentirse ganado por Baudelaire para una causa ya perdida? Tal vez ser el dueño de una hermosa palabra hoy faltante, confundida con la denostación de la novedad, porque, a decir verdad, ser anacrónico requiere de cierta distinción solitaria.
Sebastián Assaf, Estética contra natura. Modernidad, melancolía y decadentismo en Charles Baudelaire, Nube Negra, 2022, 260 págs.
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