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El cine, las series y los libros nos han mostrado cómo una pócima, un giro, una sobredosis de rayos gamma o las relatos de caballería pueden transformar a ciertos personajes en otra cosa. La temperatura alrededor de los cero grados vuelve sólida al agua y en torno a los cien la convierte en vapor. El vapor puede ser energía y la energía, movimiento. Pero ¿qué fue lo que hizo que a partir del 1 de abril de 1991, en nuestro país, un peso se transformara en un dólar? Las respuestas a ese interrogante desbordan un gigantesco e intrincado conjunto de variables, escenarios y decisiones cuyo objeto, desde 1976 en adelante, fue la requisa de un tesoro: mientras políticos transformistas, empresarios y banqueros se apropiaban el dinero que directa o indirectamente generaba el Estado, una cruenta batalla por las sobras comenzaba apenas unos metros más allá. Probablemente Vivir afuera, de Fogwill, El grito, de Florencia Abbate, y La intemperie, de Gabriela Massuh, se cuenten entre las ficciones narrativas que con más miramiento estético e intuición social replicaron ese proceso. Hoy, treinta y un años después de la sanción de la Ley de Convertibilidad del Austral, la lectura de Tiempo compartido, primera novela del guionista, cineasta y publicista Nicolás Diodovich, enciende recónditos circuitos asordinados en nuestro bocho’s trip y, como en un parque de atracciones zombi, nos lleva de paseo por un pasado ¿atroz?
Divertida, empática, inundada de gestos humanos o de sus replicantes, la novela presume de contarnos la historia, esa historia en la que un actor decisivo no se nombra —el entonces presidente es “Men*m” — como si fuese una telenovela familiar. Al comienzo ellos son cuatro, viven en Saavedra, una especie de Far west melancólico y ralentizado, y los arrinconan una madre y una aspiración: mudarse a Belgrano y a “algo más grande”. Casi de inmediato el padre la pega. Había dejado su estudio contable por el más lucrativo negocio en la Bolsa y muy pronto cosechaba sus frutos: un semipiso en la calle Mendoza. Ese salto será el primero de muchos más, unos cuya altura y alcance son sin embargo menores a los de “los tíos”, némesis todavía más enriquecida que parece opacar cada estación ascendente de ese “prosperómetro” tiñéndolo todo con sabor a poco. En el fondo, a los costados, por arriba, antes de dormir o al despertarse, un fantasma —un mandato, una necesidad, la fusta de esa existencia— ronda las vidas de todos y agiganta su figura colosal: el consumo, mancha voraz de dichas fugaces y manantial de ansiedades filosas. Nos asomamos al living de una familia tipo ABC2 durante la plena vigencia del “1 a 1”.
El tranco de la prosa es ágil, ligero, lleno de color y remates ingeniosos. Los capítulos se suceden como episodios de una comedia de situaciones y traen consigo abundantes referencias a la TV, a películas, a cantantes y a hits del momento. Coloquial y ajustadamente mal hablada, Tiempo compartido impacta al mimar cierta idiosincracia tilinga que se hace voz en los adultos pero que es menos propia de ellos que de toda la época y que, como yapa, aporta un imprescindible efecto de realidad. Otro tanto hace la geografía. Miami, Nueva York, Estados Unidos. Allí está todo lo que aquí no se consigue y aquí está la barbarie, la mugre, la pereza, el contubernio. Eso lo dice “papá” a la vuelta del primer viaje mientras reza para que las piezas de electrónica que trae de contrabando no caigan en manos de los agentes de la Aduana. En la diaria, mientras tanto, como pobre remedo local de todo aquello que se desea están los shoppings, el reciente barrio de Puerto Madero, la avenida Cabildo y ciertos locales y marcas espejo. Pizza Hut, Benetton, John L. Cook o Subway funcionan de algún modo como un placebo, como una remera o un bocado de realidad aumentada que trasladan a los personajes a donde, parece, quisieran estar.
Contada en primera persona por el hijo, y con casi idéntico protagonismo de la madre, del padre y la hermana mayor, la novela abarca un rango temporal más o menos acompasado con el recorrido del chico por la escuela secundaria. En ese colegio de curas tienen lugar algunos hitos, como el bautismo tardío y el estupendo “las bolas” dicho a la catequista que sostiene que una pareja casada hizo una promesa ante Dios y debía respetarla “pasara lo que pasara”. No son los únicos. Muchas escenas cumbre tienen lugar a lo largo de la novela. Cierta conciencia del efecto que provocan y el meditado uso del tiempo de su aparición hacen que a veces irrumpan sin más y otras sean el resultado de una pausada dosificación del evento, como el bol de ensalada que termina en la cabeza de la hermana al cabo de los insultos, el llanto y los gritos en “Houston, we have a problem”. En ese milimétrico juego de las dosis y los intervalos con que se dejan saber los puntos fuentes de la trama, “Historia a marzo” funciona como plataforma para enlazar la juntada de dos compañeros —es arduo para el protagonista tener amigos— que preparan una materia para rendir en diciembre con una de las manifestaciones populares que con más ruido y creatividad ganó la calle sobre 1995. Ese es otro gran logro de Tiempo compartido. A veces lo importante explota afuera de la burbuja familiar y los interiores por los que iba medrando la narración no hacen más que acrecentar las imágenes y los ecos de esos estallidos.
Como en el sueño de la habitación llena de globos que presionan por entrar hasta que no hay casi aire y, de a uno, empiezan a reventar, sobre el final, la novela y su propio entorno explotan. Había explotado la adolescencia y ahora parece chisporrotear la adultez, explota la familia y se deshace el tejido social. Si existiera, como en el cine, una clase de novela verité, Tiempo compartido podría incluirse en el podio de sus mejores exponentes. Sin otros documentos más que los que pueden aportar un fragmento de vida, la propia experiencia, el recuerdo estilizado y la creación, consigue un extracto a escala literaria de una época particularísima de nuestra historia. El adjetivo es aquí lo más neutro posible porque conviene más que cada uno ponga el o los propios. La distancia narrativa sobre la que se construye la novela deja la luz justa para que sea el lector el que juzgue, si vale.
Nicolás Diodovich, Tiempo compartido, Paripé Books, 2022, 248 págs.
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