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¿Cómo habría sido la historia del pensamiento y la cultura occidentales si su obra fundacional, en vez de las cartesianas Meditaciones metafísicas, de 1641, hubieran sido estas Fantasías filosóficas, publicadas en 1653 por la muy singular duquesa de Newcastle? Alguien podría objetar, y hasta con razón, que los contrafácticos no sirven para nada, pero no se trata de razón ni de utilidad, sino de la fantasía: una facultad que no vendría mal cultivar un poco más.
Una de las cosas que recuerdo con más fastidio de mi paso por la carrera de Filosofía es, en efecto, la cortedad imaginativa de buena parte del cuerpo docente. Son personas que se dedican profesionalmente a jugar con el pensamiento: ¿cómo puede ser que a la hora de dar un ejemplo concreto sean incapaces de conjurar otra cosa que la que tienen enfrente? Una mesa, una silla; a lo sumo, algún genérico árbol con su correspondiente ventana. El ojo del filósofo no suele alejarse de su hábitat natural, y así la perspectiva es siempre la misma: seca, pragmática, insulsa; desconectada del mundo, inmune a sus formas y colores, a sus movimientos y sorpresas. Por eso, esta pequeña gran obra de Cavendish, con su música y sus fantásticas figuras incrustadas en el corazón mismo de la Modernidad filosófica, llega como una bocanada de aire fresco.
En menos de cien páginas, Cavendish se las ingenia para condensar amplias reflexiones metafísicas —sobre la materia, sobre la mente, sobre la vida y la muerte— con vuelo y elegancia. No sólo hace gala de metáforas y ejemplos ricos y variados, sino que además desafía las convenciones de los géneros y se nutre de poesía. No con gesto instrumental: el ritmo y la rima no son decorativos, son un verdadero motor de la reflexión (y es así de celebrar que, en esta traducción, hayan decidido recrearlos). “Pensamientos, no molesten al alma con discusiones”, exhorta Cavendish al comienzo, “Bailen en cambio con las musas, con pie medido, escoltando a las fantasías cuando las encuentren en su camino”. El movimiento es el tema y la forma, o mejor, la ley de estas Fantasías: para poder acercarse a un universo en infinito movimiento, el pensamiento también debe ser capaz de bailar, de escuchar con los pies, que son tanto los pies del cuerpo como los pies del verso.
El mundo de Cavendish es, como observa Claudia Aguilar en su certero prólogo, “un mundo donde la filosofía fantástica no es un oxímoron”. Esto, por supuesto, le valió en su tiempo —y los siguientes— el apodo de “Mad Marge”, la loca Marge. Filósofa, científica, poeta, excéntrica y audaz, Cavendish se metía donde no la llamaban, donde, como mujer, no encajaba ni era bienvenida: quería pensar, quería escribir y publicar, quería ser escuchada, reconocida y recordada. Resta saber si, casi cuatro siglos más tarde, estaremos por fin a la altura de sus fantasías, si seremos capaces de darles lugar y bailar con ellas.
Margaret Cavendish, Fantasías filosóficas, traducción de Camila Zito Lema, prólogo, revisión y notas de Claudia Aguilar, Rara Avis, 2020, 108 págs.
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