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Adorno decía que la teoría estética de Kant tenía como mérito haber separado para siempre el arte de la pornografía y de la cocina, es decir, de las inclinaciones del cuerpo: el arte es desde entonces objeto de contemplación, no de deseo. Y si el deseo, sin embargo, acecha al arte, lo hace como retorno de una represión a partir de la cual se constituye como esfera autónoma. Hacia el final de “Contra la interpretación”, cuando Sontag proclamaba la necesidad de llevar a cabo una “erótica del arte”, estaba socavando el fundamento mismo de esa constitución estética. Decía: la operación kantiana es reversible, ese modo de construir la autonomía no está dado para siempre. Cuando exigía que se recuperara la aísthesis, la sensación, que se encuentra en la etimología de la palabra “estética”, lo hacía a sabiendas de que subvertía por completo la historia de la disciplina. El libro de Melina Varnavoglou explora precisamente ese leitmotiv, sin duda el más radical de su obra. Sigue la huella del vínculo entre arte, experiencia y deseo, y la revitaliza: la pone en conexión con la vida, la de Sontag y la suya propia. Por eso es clave su abordaje de lo biográfico como gesto narrativo y filosófico; pero además pone esa herida que Sontag inflige al pensamiento estético en relación con experiencias del presente, con la agenda contemporánea de los movimientos LGBTQ+, con el contexto pandémico y pospandémico, con nuestras luchas políticas del sur. Susan Sontag es un libro militante, recupera para nuestra época una fórmula que no ha perdido nada de su fuerza corrosiva.
La erótica del arte exige una desalienación de los sentidos, capturados por un capitalismo hiperestésico cuya profusión conduce a la an-estesia. Uno podría pensar: esto es el ABC de la lectura de Benjamin de la modernidad, que Sontag parece seguir a pie juntillas, pero la torsión no es menos llamativa. La fórmula de Sontag completa reza: “En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte”. El deseo sensorial que debemos recuperar para el arte y para la vida tiene como principal enemigo el “proyecto interpretativo”, el gesto que buscar dar significado a la obra, relevar un contenido, entender qué significa, suponiendo que ese significado no es ella misma. Eso es violencia, denuncia Sontag: violencia es interpretar. Si la erótica del arte socava los fundamentos de la autonomía de la esfera estética, la revuelta contra la hermenéutica no deja casi nada en pie. Sontag arremetía en sus textos contra el psicoanálisis y el marxismo, y el libro de Varnavoglou expone esta crítica desde aspectos biográficos algo ignorados: la historia de Sontag escribiendo el libro de su profesor-marido sobre Freud, la frase del amigo pintor cuando ella se puso a hablar de una obra en una muestra (“basta Susan, estoy contra la interpretación”). Como introducción al pensamiento de Sontag, demuestra que su vida es el mejor punto de partida.
Falta especificar cuál es nuestra espada, el “bastión” de esa nueva sensibilidad que la filosofía sontagiana aspira a construir. Lleva un nombre que la hizo célebre: camp. Ese hijo gay del kitsch, esa “experiencia del mundo constantemente estética”, la primacía del estilo sobre el contenido, el debilitamiento de la jerarquía entre alta y baja cultura, entre buen gusto y mal gusto, la afirmación del artificio. Toca el nervio más íntimo del universo de Sontag: la impostación. Escribe en su diario: “Sé que no soy yo misma con la gente, ni siquiera con Philip… pero ¿soy yo misma cuando estoy sola? Parece, también, poco probable”. Como dice la maravillosa frase de Wilde que ella cita: “La naturalidad es una pose muy difícil de mantener”. Sontag es una dandy especialmente conflictuada.
El libro de Varnavoglou habla de Sontag, pero también de la fascinación con ella como origen de una vocación: “miré largamente sus fotos, conseguí sus otros libros, leí sus diarios. Intentando forzar nuestro parecido, hasta me teñí un mechón de pelo blanco, su rasgo inconfundible”. Liberarse del problema de ser una misma de un modo camp, asumir que todo self es falso self, porque no hay self: Varnavoglou es más sontagiana que Sontag. No huye del poder hipnótico y mimético del deseo. Y esa es la mejor posición para hablar de estética, porque como decía Adorno, el arte y el sexo son estúpidos para quien no se ve arrastrado por su fuerza.
Melina Alexia Varnavoglou, Susan Sontag, Filosofía&Co, 2024, 112 págs.
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