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Martín Prieto es poeta, lo que significa que vivió su juventud de una manera excepcional. Quién no lo hizo, se dirá; pero se espera de un poeta que encarne la juventud en su forma más alta y acabada, a punto tal que sea posible intercambiarlo con la imagen misma de la juventud. Con esto no sólo me refiero a la pobreza consecuente de quien persigue una pasión; al peligro de quien, para hacerlo, desafía a sus mayores; a la bohemia amorosa de las noches. Si un poeta es joven de modo excepcional es porque acuña una manera de serlo: fabrica, para la historia, cierta imagen de lo nuevo que él mismo evoca, de modo de configurar, con aquello nuevo, lo nuevo incesante.
Novedad y juventud convergieron en el poeta a la altura de Diario de Poesía. Allí Prieto descargó munición gruesa primero, para luego achicar las distancias con la parroquia dominante (el neobarroco), y se dio a la bohemia al conformar el tridente rosarino junto con Daniel García Helder y Oscar Taborda, principales agitadores teóricos y fuerza de choque de la revista. Pero si tanto una cosa como la otra eran posibles (tanto la injuria como la creación, en el típico movimiento pendular de la vanguardia), era porque aquellos poetas habían hecho base militar en el objetivismo, que traía la noticia de lo nuevo con la que se sustituía lo nuevo anterior. Así, no quedaba viejo el neobarroco sino que pasaba a la historia como expediente de lo nuevo anterior. Lo mismo ocurriría con el objetivismo, se pensaba, cuando lo destronara lo nuevo siguiente.
En los veintitrés textos que lo conforman, aparecidos durante el año 2023 en Panamá Revista, Un poema pegado en la heladera ensaya un relato de los años transcurridos desde entonces. Digo “ensayar un relato” porque tanto un género como el otro, el cuento y el ensayo, corresponden a las derivas de un tropiezo: el hecho fortuito que en un caso desencadena la deriva de la historia; el hecho igualmente accidental que, en el otro caso, empujará a la deriva del pensamiento.
También aquí se tropieza con un hecho fortuito (un sueño, una foto, una entrevista oída al pasar, un poema pegado en la heladera de la madre, etcétera), que dispara una serie de poemas asociados o, en todo caso, unos poemas puestos en serie por uno de dos anecdotarios: el que corresponde al propio Prieto o el que corresponde a alguno de los poetas citados.
Si se tiene en cuenta que cada uno de estos relatos vuelve al lugar donde se produjo el tropiezo, se observará también que cada nudo de la constelación equivale al punto de llegada de una experiencia, y que, antes que estudiarla o enseñarla, Martín Prieto ha vivido la poesía. O al revés, es la poesía como Prieto ha vivido la vida. Porque, ¿qué otra cosa sería capaz de federar unos poemas disímiles y hasta a veces (a primera vista) incompatibles si no es la vida como aquello que desborda, desordenándose a sí misma? Lejos así de todo aire erudito y más cerca de la bocanada vital, este potente librito deja la impresión de que para cada momento del corazón habrá un poema. O al revés: que esos momentos no son tantos si son del corazón, y por eso serán pródigos en poemas.
(Ahora, el otro género al que le cabe la estructura ahora-antes-otra vez ahora es uno caro al objetivismo: la elegía. El segundo ahora, el del remate del poema elegíaco, corresponde al presente marcado por lo que, de regreso del pasado, ha dejado de ser; por lo que ha muerto. ¿Y qué cosa ha muerto en el presente postrero de Un poema pegado en la heladera sino el gesto crítico que nos hace históricos, por el cual se impugna lo anterior y se planta lo nuevo? ¿Desde dónde se dirá qué es lo nuevo en poesía cuando al objetivismo no se lo ha destronado sino que se lo ha dejado caer en su propia pérdida de densidad, y por eso ve menguar las posibilidades de pasar a la historia?).
Martín Prieto, Un poema pegado en la heladera, Blatt & Ríos, 2024, 208 págs.
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