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Mudarse a un país extranjero, particularmente a uno en donde se habla un idioma igualmente extranjero, es siempre una aventura, pero —como lo han demostrado incontables libros— puede ser muy estimulante para un autor. Los músculos mentales que necesita ejercitar cualquier escritor con regularidad, la observación, la interpretación, el uso del lenguaje, se vuelven de repente una cuestión de supervivencia. Hay que proceder como si uno estuviera escribiendo la novela de su vida; pensar cómo moverse en este nuevo ambiente, apreciar el mundo alrededor como si de repente todo fuera nuevo (porque lo es), escuchar atentamente, elegir con cuidado las palabras. Es un cliché del aprendizaje de los idiomas que puede ayudar a inventar un nuevo personaje con que usar ese lenguaje nuevo. Cuando uno lo vive día a día, el personaje se construye solo.
En los ensayos contenidos en El hechizo del verano, está claro que Virginia Higa, autora de Los sorrentinos (2018), un libro en el que el lenguaje también juega un papel importante, ha utilizado de la mejor manera la gimnasia mental creada por su mudanza a Suecia. Escritos en un tono que les será inmediatamente familiar a quienes leyeron Los sorrentinos —una combinación de apertura empática con una ironía refinada y generoso sentido del humor, cualidades que apenas esconden una aguda inteligencia—, estos dieciocho textos se explayan sobre temas diversos pero siempre, como dice la nota de la autora, contra el telón de fondo de la vida en Suecia. En este libro todo es materia prima. Acompañamos de cerca a Higa mientras navega por estos fiordos nuevos, lo que significa que tampoco hay mucha historia o contexto sobre el país o la ciudad de Estocolmo donde vive. Los flâneurs, aun los que llevan patines, no nos deben explicaciones de ninguna clase, aunque a mí sí me faltó algún momento dedicado a la literatura sueca; no puedo concebir un país sin sus libros, y seguramente (la evidencia es este mismo libro) Higa habría tenido mucho para decir.
Así comenzamos, como tenía que ser, con una meditación sobre el idioma sueco; su dificultad para oídos y lenguas extranjeros, por supuesto, aunque el énfasis está puesto más bien en sus sonidos, su pronunciación, su música y también en cómo refleja la experiencia sueca, sus tiempos y climas (un tema recurrente, dadas las condiciones extremas de los días y noches boreales). De allí las reflexiones van saltando de un tema a otro y es una virtud muy importante de la colección que Higa no se sienta restringida a hablar sólo de Suecia: las piezas sobre Jane Austen y Eric Rohmer, por ejemplo, son una delicia (y bien puede entenderse la presencia de ambos durante el largo invierno sueco). En otras, Higa comparte una visión del mundo profundamente subjetiva (la plata ganada no es igual a la plata regalada, la importancia de la holgazanería) pero perspicaz (las observaciones del carácter de los suecos y otros personajes que encuentra) y sumamente entretenida (el capítulo sobre patinaje es una joya). Si se me permite recurrir a otra lengua escandinava por un momento, El hechizo del verano es un libro que emana una suerte de hygge argentina, y el hechizo resultante no podría ser más grato.
Virginia Higa, El hechizo del verano, Sigilo, 2023, 160 págs.
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