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Lleva un tiempo entrar a esta novela, que dedica su larga primera parte a describir con lujo de detalles una obsesión muy particular del protagonista: visitar viviendas en alquiler para acercarse a vidas ajenas. Pero una vez envueltos en el ritmo de la narración, se convierte en uno de esos libros que no se pueden soltar.
Cuando Savoy se queda sin excusas para seguir con su particular pasatiempo, encuentra un sustituto que lo supera: la compra online, que le permite ir a buscar objetos inútiles a los rincones más dispersos de la ciudad. Ya bien entrado el relato y sin que sepamos muy bien cómo, entra en escena Carla, una treintañera que parece darle una vuelta más de tuerca al pasatiempo de Savoy: se dedica a cuidar casas alrededor del mundo y, al hacerlo, se permite una única indiscreción, la de vestirse con la ropa de los dueños.
Pero lo que es una especie de juego para uno es un modo muy concreto de vida para la otra. La coincidencia, entonces, está ahí para subrayar que, en realidad, “pertenecen a especies distintas”. Carla es “una mujer del futuro”, cien por ciento cómoda en el mundo digital, acostumbrada a una vida errabunda cuyos “únicos apegos eran la computadora y el teléfono”. Savoy, cincuentón, hace un culto del anacronismo, se niega a abandonar su teléfono viejísimo, sufre ante toda novedad y se aferra con obstinación, como si fueran talismanes que pueden protegerlo, a palabras quedadas en el tiempo. La sorpresiva felicidad amorosa que nace entre los dos parece desmoronarse pronto, cuando Carla arma su mochila y se va rumbo a la próxima casa que le toca cuidar. Amaga con rearmarse cuando su imagen se anuncia a través de Skype y empiezan una relación a distancia llena de tropiezos digitales. A Savoy no le queda otra opción que aceptar esta “reconfiguración del contrato del amor” que abandona los “principios de copresencia y reciprocidad”. Pero enseguida se instalan todo tipo de temores y desconfianzas, porque a través de Skype “la distancia era descarnada: se veía”.
A esta altura, es imposible salirse del flujo de una narración que cambia constantemente de velocidad, acelerando los acontecimientos mientras se detiene en cuadros minuciosos como, por ejemplo, la descripción de “la Carla troquelada” que aparece mágicamente entre los píxeles de una pantalla. A la vez, gana terreno un tono humorístico que toma de punto al protagonista (una expresión pasada de moda que Savoy seguro valoraría). Pero es un punto cariñoso: el narrador enumera sus manías y a la vez las rescata con la ternura de quien sabe que allí se guardan saberes de otra época, distintas formas de estar en el mundo (odia el verbo “procrastiné”, que lo transporta “a un pequeño pueblo de provincia, un pueblo a orillas de un río, alguna vez habitado por indios de ficción”). Las oraciones largas y complejas que conocemos de otras obras de Pauls son, a la vez, la fuerza vital que mueve el relato: el vehículo ideal para describir dos mundos separados por una distancia abismal, para desplegar el recorrido que hace la órbita-Savoy en torno al planeta-Carla, una ruta destinada indefectiblemente a la colisión.
Como el héroe de novela antigua que en el fondo es, enfermo de celos y agonizante de amor, Savoy decide subirse a un avión (“esas cámaras de abducción”) e ir en busca de Carla a Berlín. En esta novela, Pauls pone en juego las mejores herramientas de la novela del siglo XX ―los personajes densamente construidos, el suspenso, un desenlace preparado pieza por pieza con absoluta maestría― para plantear la gran pregunta del presente: cómo hacer para vivir en un mundo que nos deja cada vez más solos y distantes. Hasta el último momento, Savoy no abandona la búsqueda de Carla. Al fin y al cabo, lo más anacrónico no es usar un reloj viejo o vocabulario de otro siglo, sino creer en el amor y en la ilusión de que podemos recuperarlo.
Alan Pauls, La mitad fantasma, Literatura Random House, 2021, 320 págs.
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