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En Lenguas vivas, Luis Sagasti nos pone delante de la torre de Babel mucho después de la diáspora, cuando miles de lenguas se perdieron pero aún queda la estela que dejaron: “Un idioma anterior a Babel hecho para cantarle a quien destruyó la torre”, escribe. El lenguaje es la clave: “Como aguja invisible es el que teje el sentido al unir los hechos con la lana de su lógica”. Y es el hilo también, que tampoco está a la vista, con el que irá cosiendo el pasaje de una anécdota a otra. Toda urdimbre se compone de líneas superpuestas, lo que no implica que la trama se pierda. Las ideas surgen de la contigüidad. Por ejemplo, entre una fogata de Tierra del Fuego y una hoguera en Alaska; entre las motas de tiza que caen al borrar el pizarrón de un aula y los más de cinco mil cristales de nieve fotografiados por Wilson Bentley.
El juego de correspondencias es la urdimbre que va entrelazando Sagasti. Fruto de una infinita curiosidad, sus conocimientos provienen de esferas alejadas y pueden bascular entre una experiencia de trincheras durante la Primera Guerra Mundial y el recuerdo de una palabra de una lengua extinta que designa el humo en el aire que una vela deja al apagarse. El autor encuentra distintos ejemplos (sin caer en didactismos) para seguir subrayando hasta qué punto los límites del mundo son los del propio lenguaje, como creía Wittgenstein.
La prosa de Sagasti va más allá del blanco al que apunta: lo atraviesa. El Yagan/Ona en su bote puede o no sobrevivir al naufragio y puede o no ser salvado por la comunidad; lo que es una certeza es el amparo que el grupo facilita en la distancia: alimenta el fuego durante la noche de tormenta para que sobreviva, o para que, hundido, el alma se despegue del frío fondo del canal y vuele hacia las estrellas.
El autor de Bellas artes (2011) ha dibujado un mapa que recorre libro por libro. En la estructuración de cada trabajo subyace la certeza de que el lector, más que el autor, es el responsable de los hallazgos. Su narrativa es un intento por disputarle algo al poder de la cultura, y por poner en cuestión el olvido autoinfligido por la civilización: “Cuando el lenguaje es puro sol, nos damos cuenta de que sólo ilumina aquello que puede echar sombra”. Lenguas vivas pareciera haber sido escrito por un integrante de la sociedad secreta que inventó en Leyden Ltd. (2019), uno de sus libros anteriores.
Mediante un trabajo de filigrana sobre las soluciones de continuidad, consigue enhebrar hechos distantes gracias a una visión poética de alto alcance. Como el Pascal Quignard de Butes o de El sexo y el espanto, el narrador es un cronista de zonas liminales que, como buen baqueano, va en busca de lo que ya no está para imaginar el itinerario de lo que pudo ocurrir.
Con un gesto de entrega, en el último pasaje desgrana los detalles de la muerte de su hermano, a los veintiún años: “Lo que siguió cuando regresamos del entierro sólo lo puede contar un boxeador noqueado. El cuerpo pierde su autonomía: el estómago se cierra, se camina como si hubiera una respuesta escrita en braille en las paredes. O se queda uno en posición fetal porque, bueno, hay que arreglárselas para nacer de nuevo”.
Lenguas vivas expande la literatura de Luis Sagasti y, en ese movimiento, amplía también la narrativa de estos pagos.
Luis Sagasti, Lenguas vivas, Eterna Cadencia, 2023, 160 págs.
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