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Según las entrevistas concedidas en este último tiempo, la tercera novela de Selva Almada viene a cerrar una etapa —abierta por El viento que arrasa (2012) y continuada en Ladrilleros (2013)— en la cual la autora se sumerge en las turbulencias del mundo masculino. Sin embargo, en No es un río los planos de ese cosmos se multiplican y se ramifican hasta desenfocar ese entramado de relaciones, como si la trilogía concluyera sublimándose (en términos físicos) y su solidez se tornara una especie de nebulosa fluvial, dada la presencia de fuertes componentes femeninos y de la naturaleza.
A diferencia de lo que ocurre con sus antecesoras, la prosa de esta novela se torna aérea y establece una atmósfera vaga en la que se condensan el sopor del entorno (las islas río arriba, húmedas y calurosas) y el vaho onírico de los sucesos (apariciones, rememoraciones, traiciones, sacrificios, mitos y violaciones de tabú), generando una relación de reciprocidad y correspondencia entre el espacio y los protagonistas.
Es sabido que a Selva Almada le bastan un puñado de frases simples para construir un entorno y sus voces. No es un río hace de este rasgo su elemento formal más notorio, y sus líneas pueden ser percibidas como las pinceladas de los paisajes litorales de Cándido López o Fernando Fader. A ello se le suma la captación de imágenes como estallidos de cristales en la brisa de la conciencia. Veamos algunas: “La sangre sube, a borbotones, lavada. / La lancha pasa, rampante sobre el agua, abriéndola en dos como a una tela podrida. / El aire tiembla, lleno de avispas. / Siente que el fuego del atardecer le acaricia el pecho, por dentro. / La ceniza se arquea como un bicho canasto. / Atropellando las palabras con el humo del pucho que no se le cae de la boca”.
En cuanto al hilo narrativo, si bien en Ladrilleros el montaje (con sus sincronías y diacronías) resulta un elemento central, en esta novela la administración de los episodios se realiza con una sutileza destacable. La voz asume su tarea dosificando en pequeños retazos los hechos de los diferentes personajes y en diferentes tiempos, y logra así un continuo que, dentro del curso de lo contado, termina evocando la corriente del río, con sus pliegues, torrentes y remansos. Podría pensarse que la narración omnisciente no responde a una voz humana sino a algo que surge del ambiente (de ahí su vaporosidad, su ensoñación).
Por otro lado, el lenguaje de No es un río no reproduce sino que se genera a sí mismo. La captación que puede rastrearse de jergas, modismos o dialectos litoraleños no se ejecuta con un fin naturalista. Expresiones como zaranden, cursiento, tá güeno o manso bicho no son impuestas ni impostadas sino que nacen de la boca de los personajes, y la novela crea su propia lengua para descubrir un universo a través de la cadencia ya señalada.
Por último, y desde una perspectiva más amplia, ante la publicación de esta novela cabría preguntarnos si, como se ha dicho en muchas ocasiones, la literatura de Selva Almada ha reinventado el imaginario rural de una región de nuestro país o si su tarea ha sido más bien señalar los contrastes y las contradicciones que la cultura dominante presenta en todo el territorio para confrontar indirectamente con ella.
Selva Almada, No es un río, Literatura Random House, 2020, 144 págs.
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