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Una vía es un medio de comunicación y un camino. Ana López tituló su novela Vías de extinción como si anunciara allí un tránsito hacia la muerte. “No hay palabra en español para la orfandad de hijo. Una lengua deficiente”, dice la madre que, a partir de una escena ausente, la de la muerte de su hijo en las vías del tren, construye el relato que leemos. Pero una vía también puede ser una frontera que separa lo que al mismo tiempo une. Como si la literatura fuera esa vía que puede reunir lo que la muerte separó, la narración busca llenar de sentido el doble vacío de vida y de lenguaje. Mientras los efectos sobre la madre, inmediatos al hecho, aparecen diseminados en diferentes partes del texto, la historia truncada del hijo se incorpora sobre una trama mayor que la puede contener, la de la familia.
En el cruce de vías entonces, de las familias y de los trenes, se juega la intensidad de esta nouvelle —como la define José María Brindisi en la contratapa del libro—. Es que este género, tal como nos enseñó a leer Ricardo Piglia a Onetti, hace girar toda su acción alrededor de algo que no se cuenta pero que, al mismo tiempo, produce relatos. Es lo que ocurre, como ya se dijo, con el accidente y su irradiación de historias, que suman en el presente y en el recuerdo capas de opresión y angustia.
En cuanto a las vías familiares, la reconstrucción del árbol genealógico replica ese contraste entre vacío y proliferación. “Se me pierde un hilo, que no hay quien complete. La familia de mi padre está llena de amputaciones”, se dice sobre los agujeros narrativos en la familia paterna, que un viaje a Azul, el lugar de origen, no logra reponer. Lo opuesto ocurre con la rama materna, donde la abuela puede repetir el relato sobre la muerte de Destok, aquel novio que debiendo ser su marido no lo fue, porque con cada repetición inventa una variante. En cuanto a las vías férreas, vacío y abundancia también son términos de contraste, pero ahora como efectos de algunas políticas públicas, donde la idea de un país integrado por las comunicaciones de sus trenes ha caducado hace tiempo. La narradora no llega en tren a Azcuénaga, tampoco a Azul, porque allí ya no los hay, sólo viejas estaciones y vías muertas. Los trenes, por el contrario, son urbanos, atraviesan la ciudad sin trazar la forma de una comunidad posible.
En la noche fatal, a la madre sólo le queda deambular en busca de restos, aquello que sobrevive, huellas de algo que ya no está. El albergue Warnes, el autocine de Villa del Parque, la vía de la calle Gorriti enterrada bajo el asfalto. Pero también los rastros que dejan esos restos implican un recorrido por la ciudad, donde aparecen calles: Av. del Campo; edificios: el hospital Tornú, hipermercados, bodegas abandonadas; gente: borrachos y cartoneros; y trenes: un “tren de colores al que la gente de Paternal llama tren blanco y que no figura en los itinerarios oficiales”, o el recuerdo de un tren fúnebre durante la fiebre amarilla de 1871. Fantasmas de la ciudad y la noche que expresan los momentos de crisis del país. ¿Cuál es el tren de 2023, me pregunto, después de leer Vías de extinción?
Ana López, Vías de extinción, Mandrágora, 2023, 76 págs.
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