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No debería sorprendernos que los adjetivos con que Hjalmar Söderberg inaugura su novela más importante sean “infernal”, “asfixiante”, “espesa” e “inmóvil”. A razón de uno por línea, abotagados en el párrafo que abre Doctor Glas, estos cuatro calificativos reúnen los elementos con que uno de los escritores suecos más populares del siglo XX zurció una obra hecha de paisajes mentales, de ideas graves y tortuosas que no pueden ser liberadas, porque eso sí sería el fin.
Donde todo está permitido, donde no hay aduana para la conciencia: desde ese pozo escribe Söderberg. Glas también escribe, aunque en su caso la intención es camuflar: “Lo que escribo en estas páginas no es una confesión. ¿Ante quién debo confesarme? Tampoco cuento todo sobre mí”. Reacio en su misantropía, practicante virginal de una ciencia por la que no siente vocación, lleva ya años escapando de las situaciones peliagudas que le trae el oficio —esencialmente pedidos de aborto, escenas desesperadas por las que la crítica del 1900 estampó sobre Söderberg la etiqueta de autor escandaloso— cuando el pastor Gregorius y su joven esposa, cada uno por su cuenta, se apersonan en el consultorio para solicitar sus servicios y su confianza.
Puertas adentro, para ella el matrimonio es un martirio. El clérigo, sátiro presunto, se escuda en la fe para violarla. Un amante flâneur y escurridizo completa el triángulo, pero la denuncia de la masculinidad tóxica no es lineal ni la joven esposa una víctima ortodoxa. Lo que sabemos de ella —de todos los vértices de la anécdota, en realidad— nos viene de Glas, cuya psicología empuja las dos plumas, la propia y la de Söderberg, apoyadas en el género del diario para esparcir referencias protofreudianas, memorias de una niñez desapacible y racionalizaciones de lo prohibido.
La fuente obligada es Raskólnikov, aunque no sin ciertas alteraciones. Söderberg invierte el orden: mientras que Crimen y castigo es un estudio sobre la culpa —y hachar jubiladas su necesario prolegómeno narrativo—, Doctor Glas se detiene en la preparación e incluso la minimización de la violencia. La soledad del protagonista, sus dudas y sus fantasías llenan los rincones de una novela que no pretende agotar la pregunta de si matar es una dispensa del superhombre, sino más bien descubrir si existe una moral en la transgresión, si vale la pena condenarse por caridad.
Al ofrecer sus plazas, sus cementerios y sus calles, Estocolmo funge de testigo silencioso. Se trata de un ejercicio recurrente en la novelística de Söderberg, quien sostiene la mitificación geográfica a fuerza de transmigrar personajes: extraído de El juego serio, otra novela capital, el periodista Markel —una especie de Tomatis escandinavo, cínico y diletante— da voz al nudo filosófico que aprieta el cuello de Glas. Traducidas del sueco, sus discusiones en bares convierten al lector en un espía de la mesa de al lado. Doctor Glas no está lejos de ser precisamente eso: un sondeo clandestino, una indagación de tinieblas sobre las que nadie se anima a echar luz.
Hjalmar Söderberg, Doctor Glas, traducción de Christian Kupchik, Leteo, 2022, 224 págs.
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