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Inmortalizarse en los objetos es un antojo humano de trayectoria dilatada. Vivimos rodeados de estatuas, desandamos calles con nombres propios, sabemos de reyes que se hacían enterrar con todas sus posesiones. ¿Por qué, entonces, debería parecernos anormal que alguien tuviera de hijo a un sillón y se preocupara por encontrarle mujer? Quien quiera encontrar ironía en El final de los Villavide tendrá que ir muy profundo, manipular las palabras y torcerlas bastante —todas acciones válidas, por supuesto—, hasta dar con algo que se parezca a una sátira sobre la frivolidad insensata de las clases pudientes. Tarea compleja, además de exigua: todavía habrá que hacerse cargo de los matices de impotencia y desolación con los que los personajes de Louise de Vilmorin están obligados a convivir.
Poeta y guionista de cine, biógrafa de Coco Chanel, amante de Malraux y Saint-Exupéry, Vilmorin vivió lo suficiente como para entender que las personas siempre queremos algo más. Esa urgencia lleva al duque de Villavide a derribar un roble centenario, símbolo de la perdurabilidad de su familia, para erigir con sus propias manos al heredero que el largo matrimonio con la duquesa le había negado. El nacimiento trae la muerte de ella, que se despide del hijo deseándole un alma. Ahora el duque es padre y es viudo. Aurore, nieta de un amigo, joven indócil a las etiquetas y las buenas costumbres, vendrá a resolver en parte el entuerto.
Nadie ha engendrado ni se ha comprometido jamás con un sillón. El paso a la historia, ese algo más del que Vilmorin no se burla, es lo que la novela discute. Después de todo, ¿cuánto hay de atracción diferida en las actitudes del duque para con su nuera? ¿Qué pierde Aurore al entregarse a su vocación por lo inusitado? El propósito con el que se consuela no parece completarla: “Deseaba hacer un pacto con lo irreal, jugar a un juego y volverse inalcanzable, pero también quería besos, palabras de amor, abrazos, sí, sobre todo que la abrazaran, la tomaran por la cintura y la mecieran. Quería decir su verdad y mentir y no mentir”. Mientras tanto, el sillón cruje.
La novedad del abordaje de Vilmorin es tanto semántica como formal. Al drenar la trama del absurdo esperable, al aguzar los diálogos y las descripciones para transmutar los vínculos en pertenencias —“Eres muy hermosa y encantadora. Lo digo como si fuera un coleccionista, tus ojos son magníficos y raros”—, lo que queda es orfandad. Las personas no duramos, tampoco las cosas, mucho menos los milagros y misterios que nos apuramos a depositar en ellas.
Louise de Vilmorin, El final de los Villavide, traducción de Eduardo Berti, Adriana Hidalgo, 2022, 122 págs.
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