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El que nada es un mediador entre mundos. Pero el mundo es uno solo y se nos da todo de una vez. A su modo, el nadador resuelve la paradoja, o la encarna, porque sabe o cree saber —como en el verso de Alicia Genovese— “qué es el equilibrio / sin apoyo”. Aunque no habría que generalizar, ¿no? Hay ilustres contraejemplos, como la deriva etílica de Neddy Merrill, el nadador de Cheever. Sea como fuere, la natación tonifica músculos, ensancha la respiración y prepara las condiciones para templar la mirada y afinar el oído. Y es a lo que se dedica Al Álvarez, crítico y ensayista de fuste, para “alimentar a la bestia” (como llama a la necesidad de un flujo periódico de adrenalina en el cuerpo) cuando debe abandonar el montañismo a causa de una lesión crónica en el tobillo. En el estanque (Diario de un nadador) registra los chapuzones que Álvarez se da en los estanques de Hampstead Heath (“un fragmento de naturaleza salvaje en el corazón de Londres”), en un arco temporal de nueve años (2002-2011): si nos sorprende que el diario comience cuando el autor tiene setenta y tres años, hay que ver la admiración incrédula con que llegamos al final. En el agua, sus achaques y dolores remiten, no como si se retrocediera a un estado prenatal (lugar común asociado a la natación); más bien como si estar en las cosas sin adornarlas, entregada la atención al momento presente, despejara el camino a una vivencia más intensa que el dolor, y encima reparadora. Como si el meollo gravitacional alrededor del que pivota cada uno se disipara con una exhalación y el paisaje se ofreciera en sus posibilidades metafóricas: hay gaviotas agrupadas “como si hubieran organizado una reunión de consorcio” y “pájaros que derrapan como patinadores zarandeados por el viento”; un martín pescador, que vuela raudo a ras del agua, “parece una perdigonada de zafiros”, y un grupo de cormoranes con las alas desplegadas, “una convención de escudos ducales”; una pareja de cotorras pasa “volando como dardos entre las ramas yermas y empapadas”; “la superficie del estanque parece el caldero de una bruja”; a veces el agua, repleta de algas, semeja “un consomé de verduras”, en otras “resplandece como si emanara vapor de luz”; y así. Pero Álvarez no se engaña. La celebración de la vida incluye, además del ejercicio y la contemplación de un paisaje agreste, la compañía entrañable de su mujer, los amigos, el póker y sus resacas. Tampoco se engaña respecto a su salud, bien sabe que trata de retardar el deterioro. El volumen de entradas se adelgaza semana a semana a la espera de temperaturas gélidas en las que, a falta de nenúfares, lo que flota son témpanos de hielo. Porque el pinchazo del agua helada, además de otorgar un “brillo que te deja el cuerpo rosado, como recién hervido”, es lo único que a estas alturas inyecta un shock adrenalínico y produce el bienestar subsiguiente. De todos modos, lo que empieza como un registro casi diario, pletórico de vitalidad, de a poco va adquiriendo ribetes beckettianos: “No llegar a ninguna parte es ahora, dicho sea de paso, mi estado permanente”; “No escribo porque no tengo nada para decir ni deseos de decirlo”. En el pasaje de un estado a otro, el diario de natación deviene “crónica sobre el trance de envejecer”. Podemos imaginarnos lo duro que resulta para quien fue vigoroso lidiar con la fragilidad, la fatiga, la frustración, la apatía. Pero aun en el más inclemente invierno, por más que requiera el auxilio de una silla de ruedas, también beckettianamente, Álvarez persiste. La vejez —nos dice— se parece a la administración en tiempos de crisis: un saber hacer con lo que nos dejan. O, como la natación, un equilibrio sin apoyo.
Al Álvarez, En el estanque. (Diario de un nadador), traducción de Juan Nadalini, Entropía, 2018, 288 págs.
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