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A veces la vida le da a uno la oportunidad de confrontar su propio mal carácter. Cuando salió En la Tierra somos fugazmente grandiosos en inglés, para clamor general y obtención de premios prestigiosos, mi primera reacción fue de suspicacia: había leído algunas cosas de Ocean Vuong y las encontraba tan cargadas de emoción que no veía cómo podrían sostenerse en el largo aliento requerido para una novela. También estuvo el prejuicio mezquino de que iba a ser uno de esos libros que el periodismo encuentra fáciles de elogiar por ser tan relevantes, por tener temas que caben perfectamente en las distintas categorías del Zeitgeist del momento. Enumeremos: el imperialismo, los traumas de la guerra, la inmigración, el racismo, los trastornos mentales, la homofobia y la crisis de adicción a los opioides en Estados Unidos. Y, para colmo, ¡todo verdad! Memorias o, como suele estilarse hoy, una obra de autoficción.
Terminadas las primeras cuarenta páginas, me di cuenta de que iba a tener que renunciar a mis reparos y aceptar que los elogios eran perfectamente merecidos: En la Tierra somos fugazmente grandiosos es un libro extraordinario. Escrita más o menos en la segunda persona, en la forma de una carta a su madre, es la crónica de la vida del narrador, Perro Pequeño (un guiño a la escritora Maxine Hong Kingston, una pionera de la literatura asiático-estadounidense contemporánea), su madre Hong y su abuela Lan, todos inmigrantes vietnamitas viviendo ahora en Estados Unidos. Hong es el producto de un encuentro anónimo entre Lan y un soldado norteamericano durante la Guerra de Vietnam (aunque varios años después aparece Paul, otro soldado, brevemente casado con Lan, que hace las veces de abuelo para Perro Pequeño). Además de las privaciones típicas de los inmigrantes de primera generación (falta de familiaridad con la cultura, dificultades en el manejo del idioma, condiciones de trabajo abusivas, etc.), Lan y Hong también sufren los abusos del marido de Hong y el trastorno bipolar de ambas —Lan inventa historias y se desconecta de la realidad, mientras Hong tiene episodios de violencia hacia su hijo—. Mientras tanto, Pequeño Perro tiene sus propios problemas: desde una edad temprana es consciente de su homosexualidad y, aunque en la adolescencia encuentra el amor con Trevor, un humilde chico blanco, sabemos que la relación está condenada a fracasar tarde o temprano.
El encanto de En la Tierra somos fugazmente grandiosos reside en el poder y la intensidad de sus escenas, pilares del libro que retratan episodios de las vidas de los tres personajes principales. Vuong, poeta por vocación, maneja con maestría enormes cantidades de emoción cruda. A veces sus páginas pueden ser difíciles de leer, lo que recuerda la frase con que Borges describía a Baudelaire (que debe ser una influencia para Vuong): “Después de cada capítulo yo quedaba deslumbrado, pero sin ganas de seguir leyendo”. Pero no son menos memorables por eso.
Eso no quiere decir que no existan imperfecciones; hay momentos en que el libro colapsa bajo el peso de su propia intensidad, el texto se fractura en renglones sueltos aparentemente perdidos de algún poema no editado o en declaraciones un poco petulantes; por ejemplo, cuando Perro Pequeño se defiende por escribir sobre política —no creo que haya alguien serio que no sepa que todo libro es político, pero sí que la mayoría de la política está mal escrita—. Quizás, en un libro tan personal, en el que el autor se expone de manera tan fuerte, eso es de esperar. Como sea, se trata de una lectura maravillosamente emotiva.
Ocean Vuong, En la Tierra somos fugazmente grandiosos, traducción de Jesús Zulaika, Anagrama, 2020, 232 págs.
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