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Retazos de voces, murmullos y miradas; de pasiones indómitas que se encrespan en cuerpos exiliados; de gestos capturados al filo del acontecer: Marguerite Duras no cuenta historias, sino sus fisuras, sus huecos, sus agujeros. Procuraba, según dijo, “atrapar las cosas más que decirlas”. Este denominador común que abarca su extensa obra puede asimismo percibirse en la elíptica Lluvia de verano, una de sus últimas novelas, escrita tres décadas atrás, traducida hace algunos años por El Cuenco de Plata y relanzada ahora. Suerte de palimpsesto de dos trabajos previos —el cuento infantil “¡Ah! Ernesto” (1971) y el film Les enfants (1984)—, la novela presenta un carácter inestable, liminal, entre el guión cinematográfico y el relato fragmentario.
La historia, como corresponde a Duras, vibra en torno a unos pocos elementos. En el suburbio parisino de Vitry, una pareja de inmigrantes (él italiano, ella de alguna región cercana al Cáucaso) sobrelleva su existencia a costa de subsidios estatales. Cuando no están sumidos en una deriva etílica se encierran a leer, quizá como una manera de darse un pasado coherente, los libros biográficos que encuentran al azar revolviendo en la basura u olvidados en trenes. Tienen siete hijos, de los cuales sólo los mayores tienen nombre y rasgos distintivos, el resto son llamados indistintamente “brothers y sisters”. Ernesto, el mayor —“debía tener entre doce y veinte años”— lee sin haber aprendido un libro con un agujero producto de una quemadura. El libro en cuestión es el Eclesiastés y el muchacho sigue la lectura de las palabras que rodean el agujero. “Lo que falta —lee Ernesto— no puede ser contado”. Ninguno de los niños está escolarizado, de hecho viven en flagrante desamparo; sin embargo, ante la incredulidad de que el muchacho logre leer sin saber hacerlo lo envían al colegio. Una faena que dura diez días (apenas unos pocos párrafos) y concluye con una frase que retorna una vez y otra, como interrogando su sentido, a lo largo de la novela: “No volveré a la escuela porque en la escuela me enseñan cosas que no sé”. Lo que en principio parece la incapacidad de aceptar no saber decanta en una pasión por el conocimiento, ese “viento de palabras, de polvo, no se lo puede representar, ni escribir, ni dibujar”. El saber no implica conocimiento; ni la repetición, aprendizaje. El método de lectura de Ernesto consiste en involucrar algo más que la razón, se trata de “una especie de desenvolvimiento continuo dentro de su propio cuerpo de una historia inventada por él”. A partir de allí se alternan el vínculo incestuoso con su hermana, el abandono del resto de los hermanos, los períodos de estupor de la madre seguidos de la irrupción de palabras imprevistas, “como si la visitara el recuerdo de una lengua abandonada”.
Si el pasaje de Duras al cine tuvo el propósito de destruir el texto, la vuelta al texto después de esa experiencia buscó rozar la imagen que siempre estuvo ahí. Por eso todo esto es dicho en una escritura fragmentaria, de fraseo asmático, didascálico, musical. Una escritura como la que describió en La muerte del joven aviador inglés: “Debiera existir una escritura de lo no escrito. Un día existirá. Una escritura breve, sin gramática, una escritura de palabras solas. Palabras sin el sostén de la gramática. Extraviadas. Ahí, escritas. Y abandonadas de inmediato”. Duras bordea lo indecible en una lengua de medias palabras. Palabras que arropan el silencio del que nacen.
Marguerite Duras, La lluvia de verano, traducción de Guadalupe Marando y Margarita Martínez, El Cuenco de Plata, 2019, 128 págs.
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