La poda

Laura Beatty

OTRAS LITERATURAS

La poda es un texto que se asienta en la vasta genealogía de ficciones cuyos personajes proyectan la fundación de un mundo en la vuelta a una naturaleza en estado salvaje. Sin embargo, lo que retrocede aquí no es únicamente el plano de la cultura, sino también la serie de códigos que organizan y orientan el mundo de la adultez. Es por esto que podríamos arriesgar que esta novela se emparenta, en más de un punto, con libros como El señor de las moscas de William Golding —donde un grupo de niños intenta erigir una sociedad en medio de una isla desierta— o con filmes como Badlands de Terrence Malick, en el que dos jóvenes cometen un crimen y se mudan a una casa del árbol en medio del entorno natural. El libro, que parece recurrir, desde su inicio, a la consolidada estructura formularia que suele dar pie a infinidad de relatos infantiles —“Hubo una vez un bosque”—, preanuncia, en cambio, la claudicación de un mundo —el entorno natural— frente al avance de lo que va a ser, entonces, la amenaza del proyecto de urbanización y domesticación del territorio.

La novela relata la historia de Anne, una niña inglesa que toma la decisión de abandonar su hogar —de extracción obrera, donde apenas es escuchada— para ingresar en el bosque vecino y construir su casa, cultivar su huerta, hacer un fuego y dominarlo, empezar una vida nueva. El derrotero pone a la protagonista a integrarse a dos regímenes que confluyen: el de la vida en la naturaleza (árboles, animales, plantas) y el de la basura urbana, circuito constituido por el detrito que termina en un basural del que la niña extrae toda serie de herramientas para sobrevivir y donde forjará amistad con un muchacho, Stevie. Anne pasará, sin dudas, a formar parte del conjunto de desechos que la ciudad vierte sobre el bosque.

Mientras crece para transformarse en una jovencita y casi en absoluta soledad, Anne elabora complejos protocolos de supervivencia como la ingesta de lombrices, la caza de faisanes, el armado de un refugio, el cultivo de una huerta o el volverse invisible para los transeúntes que cruzan el parque. También aprenderá el sistema cartográfico de los pájaros y las rutas de los animales. En esa conexión que supone, como pide Donna Haraway, un hacer parientes más allá del Antropoceno, trazará formas de conexión en varios niveles con otros órdenes de lo viviente y elaborará una forma de vida alternativa al ritmo de la urbe y sus mandatos crono-biopolíticos. Su trabajo consistirá, también, en empezar a desbrozar el bosque en sus partes. En esos pasajes emerge, sin duda, gran parte de la belleza de este libro: “seguía los tallos de la barba del anciano y la hiedra y sabía que eran distintos. Asumía que así eran felices, que agradecían las diferencias de cada cual y eran sensibles a ciertas similitudes”. Un ejercicio notable es aquel que el texto hace por arrimarse al bosque, pero no a través del recurso vicario, es decir, su observación romántica o bajo códigos perceptuales burgueses, sino en el afanarse en trabajar para ingresar en él con el fin de inventarle una escucha y un habla. En tramos, entonces, el coro de árboles se expedirá ante Anne: “No vamos a ayudar, dicen los árboles. De noche estamos a kilómetros de altura, engarzamos los dedos en el cielo, nos aliamos con el mayor de tus miedos. Enganchamos y azotamos” o “quédate quieta, decimos. Rostro hacia dentro. Míranos, copa con copa, capeando el viento, cada cual solo”. Como un murmullo amenazante, la desaparición del bosque también se vuelve, en el avance del libro, cada vez más inminente: topadoras, carteles, el inicio de la construcción de una autopista marcan, en un mismo ritmo in crescendo, la desaparición de ese mundo natural. Ese dejo amargo recorre el texto como una pregunta respecto de la viabilidad de un proyecto como el de Anne, es decir, el de una existencia al margen del mundo.

 

Laura Beatty, La poda, traducción de Ce Santiago, Impedimenta, 2021, 320 págs.

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