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La tierra de la lluvia escasa

Mary Austin

OTRAS LITERATURAS

Si permanecer durante décadas en el mismo lugar puede adormilar los sentidos, a Mary Austin le pasó exactamente lo contrario. Nacida en 1868 en Illinois, se mudó de joven al sur de California, donde el terreno que languidece entre la Sierra Nevada y el Mojave ganó su imaginación para siempre. Gran parte de su dramaturgia y su novelística transcurre en ese páramo falso, que esconde capas de vida bajo la aridez del aire y el suelo. La tierra de la lluvia escasa, su debut de 1903 —traducido hace poco en España e importado este año a las librerías argentinas—, usa la crónica para registrar todo lo que los ojos acostumbrados a otros colores fracasan en distinguir.

Al condensar en prosa el desierto, Austin describe faunas y floras, trazados de ríos, particularidades estacionales y cadenas montañosas sin alambicarse en barroquismos de época. El resultado es un paisajismo ortodoxo, sí, pero uno que obliga a la calibración de la mirada. La huella civilizatoria se disuelve bajo la blancura solar y los valores que la sustentan desaparecen con ella. “Cuanto más se desea más se obtiene de él [por el desierto], y mientras tanto, uno se va haciendo menos amable”, dice la autora. En el Valle de la Muerte la fealdad de los buitres es un rasgo señorial, los niños aborígenes aprenden rápido a callar para prever los peligros y las carcasas son botín de las fieras de la carroña. Es el país de los hombres-medicina, chamanes que conviven con una ley feroz —tres muertes por enfermedad equivalen al sacrificio del hechicero local, único medio de aplacar la cólera de los elementos— a fuerza de astucia, convenientes exilios según la temporada, invención sobre la marcha de augurios distractivos, reglas contra la intervención del doctor blanco y estoicismo cuando la sentencia se hace inevitable. La escena que Austin elige para representar esta última instancia no sólo es conmovedora, sino también sombría. La ejecución se realiza entre dudas, destemplada por el alcohol y las arengas contradictorias del público. Por más mundo aparte que cobije el desierto, el siglo XX ya está dando sus primeros pasos, asentando por doquier la moral invasora, el código global del hombre que viene del frío.

Los lectores en busca de argumentos que alimenten los grandes debates actuales encontrarán en La tierra de la lluvia escasa una miríada de protoambientalismos, invectivas feministas y un recelo todavía informe contra las supuestas ventajas del progreso. Sin embargo, aunque Austin participó de las discusiones de su tiempo, se codeó con literatos e intelectuales —entre ellos Willa Cather, narradora que también fue objeto de un rescate reciente de este lado del mapa— y aguzó sus ideas en viajes por Europa, el propósito de su crónica sigue siendo el hallazgo de la esencia, eso que separa al buscador de filones solitario, sumido en la montaña, apegado sólo a sus enseres y su instinto, de las oleadas de vagabundos y buscavidas que se emborrachan día y noche en los asentamientos mineros.

El último tercio del libro está casi lavado de presencia humana. Austin cubre páginas con bocetos del invierno, ritmos fluviales, inventarios de piedras, pigmentaciones de la superficie, ornitologías varias, estrategias de cacería del zorro, el coyote y el tejón. Apenas sobra espacio para algún poblado erigido en la tormenta de polvo, el desfile espectral de unos indios, la historia íntima de una tejedora de cestos. Está bien que así sea. A veces, cuando la topografía de la memoria empieza a descomponerse, un libro puede ser el más honesto de los reservorios.

 

Mary Austin, La tierra de la lluvia escasa, prólogo de Terry Tempest Williams, traducción de Eva Gallud, Volcano, 2019, 160 págs.

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