OTRAS LITERATURAS

Recluida en su casa de Amherst, enfundada en vestidos blancos, entre jardines mentales y la compañía intermitente de la muerte, Emily Dickinson produjo una de las obras más inclasificables —y más radicalmente modernas— de la lírica en lengua inglesa. Aunque su métrica es aparentemente sencilla y su vocabulario no rebosa erudición, cada uno de sus poemas parece haber sido escrito por alguien que le hace trampas a la lengua y sale impune.

La estrategia formal más evidente —su uso de los guiones, su escandalosa puntuación imprevisible— nunca fue un mero capricho, sino una oblicua forma de respiración. El guion, en Dickinson, corta, desvía, suspende; evita que la frase cierre sobre sí misma. A veces suena como un tartamudeo de la conciencia; otras, como una risa contenida ante la idea de que algo pueda ser dicho sin ambigüedad. Una bisagra entre lo dicho y lo que apenas asoma, entre la afirmación y la duda.

Los grandes, inevitables temas —la muerte, Dios, el tiempo, el deseo— aparecen en su obra con una naturalidad abrumadora, sin atisbos de solemnidad, más bien con un humor seco, casi clínico. Por lo general recurre a imágenes concretas —una mosca, una abeja, una piedra, una flor— para hablar de lo abstracto. La muerte, para ella, es un visitante más; lo divino se desliza como una duda que nunca llega a ser escándalo teológico; y la eternidad, si aparece, es con el mismo gesto con que se observa una hormiga cruzando la mesa. Y por debajo, siempre, el ritmo. Una musicalidad que nace del quiebre. Si el poema joyceano —para ofrecer un contrapunto— puede diluirse en torrente, el de Dickinson persiste como una piedra en el zapato de la sintaxis.

Zumbido —antología bilingüe que reúne poemas y cartas seleccionados y traducidos por Enrique Winter, Rodrigo Olavarría y Verónica Zondek— deja que esa vibración insistente a la que también refiere el título—“Un ruido que es molesto para quien no se adentra en él e hipnótico, hasta gozoso, para quien sí lo haga”, según apunta el preludio de Enrique Winter— se deslice de poema en poema, como si la poeta hablara siempre desde una cercanía animal, no humana, o no del todo.

El poema “Oí una Mosca zumbar — cuando morí” captura el centro de estas preocupaciones en una tensión entre lo que apenas suena y lo que no deja de resonar, y en donde el zumbido de una mosca interrumpe el tránsito hacia la muerte, desplaza la expectativa de una experiencia trascendental y la sustituye con algo mínimo, molesto, banal. Lo curioso es que, a partir esta metafísica de entrecasa, Dickinson construye una poética donde el vértigo nace del detalle y lo imperceptible se vuelve arquitectura del mundo. Así parece decirlo en estos versos: “A la Abeja no le importa / el pedigrí de la Miel —para ella, un trébol, siempre, / es Aristocracia—”. Dickinson recoge néctar donde otros apenas posarían su mirada. En un siglo que cultivó la retórica del alma y la naturaleza como elevación, ella eligió el borde del alféizar, el roce de un ala, la irrupción de una mosca entre la vida y la muerte.

Bien que los insectos —moscas, arañas, abejas, escarabajos, grillos— no son simplemente criaturas del jardín o metáforas decorativas de la naturaleza: son vectores de extrañeza y revelación. Representan, en todo caso, una forma de pensamiento lateral: irrupciones mínimas que fracturan lo solemne, lo abstracto, lo grandilocuente. Intrusos reveladores de un orden que escapa a lo humano, los insectos no son ni hermosos ni feos: son inevitables, y su zumbido aparece cuando todo lo demás falla. Ahí, entre la entomología y el sobresalto, Dickinson vibra.

Quizá sea el hecho de vislumbrar vida en una forma ajena lo que le permite a la poeta sostener versos como “El Cerebro — tiene pasillos que superan / todo Lugar Material—”, “Soportar nuestra parte de noche” o, más aún, “¡Qué deprimente —ser— alguien!”. El tenor por momentos lúgubre de algunas de sus elucubraciones es inversamente proporcional a un vitalismo nada cándido que recorre muchas de sus composiciones: “Una palabra está muerta, cuando se la pronuncia / dicen algunos — / yo digo que a vivir recién empieza/ ese día”.

Algunos poemas —sobre todo aquellos donde la brevedad exige una precisión quirúrgica entre ritmo y sentido— resultan algo neutros o planos, como si el intento de claridad desactivara el voltaje lírico del original. Pero lejos de normalizar a Dickinson —como ocurre en muchas versiones en lengua castellana—, los traductores recrean el ritmo quebrado, las mayúsculas arbitrarias y los guiones como cortes respiratorios. La traducción, así, evita el traslado servil para animar un diálogo con una voz que resiste la claridad y se afirma en lo ambiguo, incluso cuando el resultado es áspero o desconcertante.

“El Viento comenzó a mecer el Pasto”, uno de los momentos más alto de la poesía de Dickinson, es un drama en verso del caos como fenómeno íntimo en el que cada elemento de la naturaleza —las hojas, el polvo, el trueno, la garra del relámpago— se agita en las pausas dislocadas de una sintaxis cascada. Y la destrucción casi total que sin embargo deja en pie la casa familiar ¿es una ironía de la suerte, una gracia inmerecida, o la constatación de que ni siquiera el desastre es absoluto?

Pocos han hecho tanto con tan poco (y sin irse de casa). Si Whitman salió a recorrer el país para fundirse con la multitud, Dickinson eligió no salir nunca del poema. Quizá por eso seguimos entrando a esos poemas como quien busca una ventana abierta en una casa cerrada. A veces hay luz. A veces sólo un aire raro. Pero siempre, incluso en el más mínimo de sus textos, algo se desplaza, algo se tuerce levemente. Y por suerte, nunca termina de asentarse.

 

Emily Dickinson, Zumbido, edición bilingüe, selección y traducción de Rodrigo Olavarría, Enrique Winter y Verónica Zondek, preludio de Enrique Winter, Editorial Universidad de Valparaíso, 2023, 242 págs.

15 May, 2025
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