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Los comienzos son pura promesa, los finales, pura pérdida. Algo definitivamente acaba en el final de un relato y, aunque es allí donde se define el sentido, en nuestra experiencia más íntima no hay cierres, todo continúa. De ahí la aspiración de contar historias sin finales, aun a riesgo de que pierdan el sentido.
Fiel a ese deseo de un mundo abierto como la vida misma, la obra de Liliana Porter es desde hace décadas un mundo de cuentos inconclusos. No de obras fatalmente inacabadas, como la Sinfonía en si menor de Schubert, la “inconclusa”, ni de obras inacabables por su ambición desmedida, como Bouvard y Pécuchet de Flaubert, ni tampoco de las deliberadamente inacabadas como los Esclavos de Miguel Ángel, los tres retratos de su esposa que Manet dejó a sabiendas incompletos, o las pinturas por números de Warhol. Inconcluso, a la manera de Porter, significa liberado de la fatalidad del cierre, de las reglas fijas de los relatos didácticos, consoladores o trágicos, y por lo tanto suspendido en la inminencia de algo que podría suceder y no siempre sucede, abierto a la imaginación del que mira.
No es casual entonces que Porter nos invite ahora a entrar a su mundo de fábulas mudas a través de la pantalla, con una serie de relatos animados compuestos a dúo con Ana Tiscornia que lleva por título Cuentos inconclusos. Frases sueltas recortadas de viejos libros o revistas prometen una historia —“Un feliz encuentro”, “Aunque parecía extraño”—, abren preguntas metafísicas —“¿Quién eres?”, “¿Qué será de mí?”— y hasta coquetean con un final, pero el elegidísimo elenco de figuritas frustran las respuestas o apenas las insinúan al ritmo del montaje y la música que las animan. A veces, sólo basta un primer plano para que las miniaturas venzan su inercia, su estolidez de porcelana, y consigan hablar con la mirada. Pero ¿qué dicen? En el vacío del final y del sentido, se cuela el absurdo o la simple admiración por esos dobles artesanales del mundo adulto que dan cuerpo material a las fantasías infantiles. Nunca falta esa fenomenología aplicada con que las situaciones de Porter trastocan la banalidad de sus juguetes, adornos y figuras, y tampoco falta el humor. Como una última ironía, el clásico “Fin” en letras de molde que alguna vez coronó los finales en el cine o en los libros aparece aquí después de los créditos, cuando todo ha quedado definitivamente… inconcluso.
Pero las historias sin finales sólo acaban de empezar en la pantalla y el mundo de Porter se dilata de ahí en más en tres dimensiones. No sólo se despliega en los lenguajes más diversos —pintura, escultura, instalación, dibujo—, sino que vence los límites con que alguna vez los sofocó la búsqueda de pureza de los medios. Una fragata de juguete está a punto de naufragar envuelta en el azul de una ola monumental que estalla pintada en una tela, un hombrecito diminuto enfrenta la anárquica tarea de perforar una y otra vez una pared de la sala. Sin los finales atávicos de los relatos, el tiempo también se expande y deja a los personajes en un limbo en el que no hay calendarios, ni relojes, ni flashbacks, ni flashforwards, ni siquiera devenires de la Historia.
Pero el mundo menudo de Porter también quiere vencer sus propios límites de tamaño y se abre al desafío de la gran escala, como si ahora prometiera una saga épica, una novela decimonónica, una serie de TV de muchas temporadas: un cuento inconcluso se derrama en los ocho metros de una tarima que el que mira tendrá que componer en la marcha. En el comienzo hay una mujer que barre, personaje central si se atiende al título, de un protagonismo paradójico considerando sus escasos cinco centímetros. Pero ¿qué epopeya podría inspirar una mujer ensimismada en una tarea trivial, doméstica, tediosa, totalmente ajena a las peripecias memorables de las heroínas románticas o las que consiguieron su “cuarto propio”? Su estatura se eleva, sin embargo, en cuanto se considera la proeza titánica que tiene por delante. Debe barrer los destrozos que dejaron otros relatos, lidiar con los que se resisten a disolverse en el olvido y también borrar con su escobillón minúsculo el caos mayúsculo de un mundo descalabrado que hacia el final (inconcluso) adquiere proporciones reales y escapa a su reino ficticio: sillas, violines y hasta un candelabro que alguien olvidó encendido. Como frente a la pantalla, el que mira queda librado a imaginar en qué relato podría caber semejante acopio de piezas descoyuntadas o hilar los fragmentos de una historia que en la dispersión infinita se resiste a cerrarse. Y es que el mundo de Porter parece querer alojarlo todo, una ambición que tal vez dé una clave del sentido esquivo.
En sus "situaciones" reina implícito el "Ven, entra, sí, quienquiera que seas, cualesquiera que sean tu nombre, tu lengua, tu sexo, tu especie, seas humano, animal o divino”, con que el filósofo argelino intentó definir la hospitalidad. Gran teatro de la hospitalidad, la obra de Porter acoge al otro, al diferente, al extranjero, sin formular preguntas. Transgrede umbrales y fronteras hasta crear un sin lugar utópico, una geografía posible de la proximidad y la intimidad que reúne lo que la historia, las religiones y las ideologías separan, y reconcilia al hombre con otras especies en un intercambio de dones silencioso en el que el lenguaje momentáneamente se acalla. Esperanzada, conserva también restos, briznas, añicos. Quién sabe si en algún relato futuro todo pueda ser recompuesto.
Liliana Porter, Cuentos inconclusos, Ruth Benzacar, 2024.
Imagen: still de Cuentos inconclusos, video, 2021.
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