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No hace mucho, invitada a elegir diez obras argentinas del siglo XXI para acompañar una entrevista en la prensa cultural, me vi una vez más enfrentada al fastidioso apremio de las elecciones forzadas. No me faltan entusiasmos y el ejercicio de la crítica es quizás ante todo una forma de compartirlos, pero las listas siempre me abruman y me recuerdan una frase de Barthes: “Toda elección hace de mí una rata atrapada: exámenes, policías, elecciones afectivas, elecciones doctrinales, etcéteras”. Porque, ¿cómo, por qué, para qué elegir solo diez entre los cientos de obras de literatura, arte, cine y teatro argentinos que me habían entusiasmado en más de veinte años, sin ser completamente arbitraria? No se me escapa que esa aritmética del gusto se ha convertido en un género redituable en las páginas culturales —“Diez novelas con protagonistas femeninas”, “Cinco cuentos para leer en diez minutos”, “Diez obras de arte con playas”, etc.— pero ¿para qué abundar? Cierto que se me invitaba también a acompañar la lista con breves comentarios con el formato de un twit, pero ¿cómo argumentar cada elección en 280 caracteres, incluyendo una mínima singularidad estética que la justificara? Incómoda con el corset de las cifras, recordé las ingeniosas respuestas de Guillermo Cabrera Infante a una especie de cuestionario Proust en el que, a las preguntas por sus autores de prosa, sus poetas y sus pintores preferidos, respondió nombrando 46 prosistas, 26 poetas (“además de todos los autores de letras de canciones, desde la habanera ‘La paloma’ hasta la salsa ‘Usted abusó’”) y 34 pintores (“más todos los impresionistas incluyendo a los postimpresionistas y al aduanero Rousseau” y “los primitivos haitianos”). Esa hipérbole irónica de Cabrera Infante siempre me pareció una muestra clara de su genio y su gracia, y consideré por un momento usar los 2.800 caracteres con ese atajo, pero concluí que ni siquiera esas cifras me habrían alcanzado. Con todo, la editora del medio en cuestión —una gran escritora y periodista que sostiene la llama de la buena crítica desde hace años— acabó por persuadirme. A fin de cuentas, cualquier elección personal, por más arbitraria que fuera, era preferible a los caprichos de los algoritmos. Listé las diez obras argentinas, procurando que las elecciones fueran francas y no demasiado previsibles y, en los plazos siempre apremiantes de la prensa, escribí los apretados comentarios. Aunque visito periódicamente las redes de esta revista, no tengo redes personales y nunca había escrito un twit, así que tomé los 280 caracteres como un desafío crítico. No diré que fracasé, hice todo lo que pude, pero no hace falta decir que, comparado con las páginas que había dedicado a alguna de esas mismas obras en el libro, motivo de la entrevista, el resultado era pobre, mezquino con la obra, con mi empeño crítico y mi entusiasmo, tan improcedente incluso, finalmente, como el intento de resumir un tratado filosófico o una carta amorosa en un telegrama. No sé cuántos lectores habrán leído la entrevista llevados por la selección de las diez obras, y mucho menos si habrá estimulado a alguien a leer el libro, pero la selección fue por lejos la pieza más leída, compartida y comentada del conjunto, quizás la única. De ahí que, invitada a reflexionar sobre el estado de la crítica en el cierre del 54° Congreso de la Asociación Argentina de Críticos de Arte y para sumar una ironía, pensé en un título afín: “Cinco preguntas abiertas sobre la crítica de arte contemporáneo”. No tengo respuestas categóricas a esas preguntas, sólo comentarios, pero justificarlas, eso sí, me exigió mucho más de 280 caracteres.
La primera, entre líneas en la anécdota personal que acabo de relatar, es por el lugar de la crítica de arte, una pregunta que se faceta en otras. Porque, más allá de la dedicada tarea de investigación histórica de la producción académica en su propio circuito de circulación, ¿para quién escribe hoy el crítico de arte? ¿Dónde escribe? ¿Quién lee la crítica de arte?
Dejo de lado, para empezar, la consabida diatriba contra la mercantilización del arte contemporáneo con una cita de Hito Steyerl que resume las condiciones de posibilidad del arte de hoy con una lista demoledora: “El arte contemporáneo es posible gracias al capitalismo neoliberal, además de internet, las bienales, las ferias de arte, las historias paralelas emergentes y las crecientes desigualdades de los ingresos. Sumemos a esta lista la guerra simétrica —una de las razones de las enormes redistribuciones de riquezas—, la especulación de bienes raíces, la evasión fiscal, el lavado de dinero y los mercados financieros desregulados”. Dejo de lado también el argumento conocido de un trasvasamiento histórico —del académico o historiador de arte de finales del siglo XIX al crítico de arte con auge en los sesenta (recordemos a Clement Greenberg) y luego al curador en los noventa— para concentrarme en los efectos. ¿Perdió definitivamente el crítico su lugar de mediación entre el arte y el público? ¿Existe aún la figura del crítico como explorador calificado, cartógrafo de mareas, arqueólogo de rastros, motor de búsqueda, rastreador de nuevas formas, dispositivos y prácticas? Se diría a primera vista que, al menos en nuestro medio, salvo algunos ensayos críticos, textos de catálogos, hojas de sala y las pocas páginas dedicadas al arte en la prensa cultural y en algunas revistas virtuales que no sabemos quién lee, si hay alguna instancia sustantiva de mediación entre el arte y un público más amplio es en las redes, una mediación por lo general acrítica: simples paseos por galerías y museos, posteos promocionales, comentarios telegráficos de los usuarios, cuando no automáticos likes, emojis, “reacciones”. Ampliando el horizonte, el caso del crítico norteamericano Jerry Saltz puede ser en este sentido ilustrativo. A tono con los tiempos, Saltz se propuso capitalizar una de las redes, Instagram, para la crítica de arte. Pero ¿es posible? Con más de medio millón de seguidores en su cuenta y posteos con 3.000 o 4.000 comentarios, se diría que lo ha conseguido y “es el crítico de arte más popular del mundo”, como decía no hace mucho Paco Barragán. Pero ¿a qué precio? Basta comparar una definición suya de la tarea crítica de hace unos años con sus posteos y sus historias para comprobar que el viejo dictum de McLuhan sigue siendo cierto: el medio es el mensaje. “Intento escribir en un lenguaje directo sin jerga, sin simplificar ni banalizar mis respuestas a la obra”, escribía en el Village Voice en 2002, “trato de que haya una idea, un juicio, o una descripción en cada frase; intento no dar nada por sentado; explicar por qué el artista es original o derivativo; cómo usa las técnicas y materiales; observar si avanza en su arte o si se repite: recuperar el contexto y hacer juicios que, auspiciosamente, son algo más que mi opinión”. En su cuenta de Instagram años más tarde, sin embargo, sin tiempo ni espacio para llevar a cabo esa tarea que alguna vez se propuso en la prensa escrita, amparándose en una pose antisistema muy redituable entre los jóvenes artistas, sólo cabe, al parecer, la opinión, con altas dosis de banalidad, culto a la celebridad y autopromoción, rasgos ya endémicos de la comunicación en las redes. ¿Adaptación darwiniana de la especie del crítico en vías de extinción? ¿Que es mejor que nada? Quizás.
Se dirá que los efectos culturales de las redes son más amplios y probablemente ya irreparables. En la dirección inversa a la de Saltz, un gran historiador del arte, Jonathan Crary, ha postergado la crítica de arte para escribir dos ensayos urgentes, dos manifiestos, 24/7 y el reciente Tierra quemada, que argumentan con una lucidez arrolladora los efectos de lo que llama “el complejo de internet”. La primera frase del último es devastadora: “Si ha de existir un futuro habitable y compartido en nuestro planeta, este será desconectado, independiente de los sistemas y operaciones del capitalismo 24/7 que están destruyendo el mundo”. Si el panorama online, en efecto, es más bien sombrío, ¿cómo recuperar ese lugar de mediación para el crítico de arte? ¿Cómo acercarse a ese público ampliado de museos y galerías que ha convocado el arte contemporáneo? ¿280 caracteres, posteos, stories?
Pero no todo está perdido en el ancho mundo digital. Leí en estos días una extraordinaria polémica entre el historiador italiano Enzo Traverso y el filósofo francés Georges Didi-Huberman, publicada en la revista digital francesa AOC, a propósito de un comentario de Traverso en su último libro, Revolución. Una historia cultural, sobre la impertinencia de la fotografía de Gilles Caron que Didi-Huberman eligió para el afiche y la tapa del catálogo de su muestra itinerante Sublevaciones, una imagen de jóvenes unionistas arrojando piedras en una manifestación anticatólica en Irlanda en 1969, cuanto menos problemática. Y aunque en las seis cartas impetuosas, por momentos violentas, Traverso y Didi-Huberman no consiguen acercar posiciones sino más bien afianzar sus argumentos irreductibles, el intercambio compone una pieza dialógica apasionante que recupera y pone al día discusiones centrales sobre la forma y el contenido, sobre la estetización de la violencia, sobre el arte, la historia y la política, y consigue implicar al lector activamente de una carta a otra. Son dos grandes intelectuales de nuestro tiempo, es cierto, pero, aunque se trata de un medio digital, se tomaron seis meses y más de 200.000 caracteres para reconsiderar los usos y el sentido de UNA imagen artística. La pregunta, por lo tanto, queda abierta: ¿dónde y cómo recuperar el lugar de mediación que el crítico ha perdido?
Mi segunda pregunta (y a partir de aquí traigo algunas respuestas tentativas) se asocia en parte al intercambio epistolar de Traverso y Didi-Huberman, más un debate teórico que una instancia de crítica de arte. Porque, a propósito, ¿cuál es el lugar de la teoría en la crítica de arte?
El pensamiento crítico se ha enriquecido en las últimas décadas, sin duda, con saberes teóricos ampliados desde la filosofía, la sociología, el psicoanálisis, la historiografía, el culturalismo y todos los ismos de los estudios de las minorías. Pero ¿cómo precaverse de la hipertrofia de los aparatos teóricos, a menudo fragmentarios, desgajados de sus fundamentos filosóficos o incoherentes en su eclecticismo, y eludir al mismo tiempo el craso antiintelectualismo? ¿Cómo rehuir las modas teóricas y sus “aplicaciones” tautológicas? “Aplicar”, de hecho, debería ser un verbo vedado en la crítica, si lo que se busca son lecturas que pongan el pensamiento en marcha y, a su turno, entablen un diálogo particular con cada obra. Diego Peller, con su habitual perspicacia para reflexionar sobre el ejercicio crítico, definía hace poco esos usos abusivos de la teoría con dos metáforas gráficas: una suerte de “extractivismo”, cuando no un solapado “fracking”. La sobrada capacidad de la sociología del arte para reconstruir el contexto o generalizar, por otra parte, redunda a menudo en su incapacidad para ver la singularidad, y por lo tanto convendría también prevenirse de la atención excesiva a las tramas institucionales, los mapas del campo, los recuentos de décadas —y sus respectivas “operaciones”, “construcciones”, “colocaciones”—, en desmedro de la lectura crítica de las obras. ¿Cómo pensar con el arte y a la vez descifrar cómo una obra, un artista o un autor hace o dice algo que no hace o dice ningún otro? El pensamiento teórico debería fluir, no ya como andamiaje de la lectura, como sustento de las ideas que la obra ilustra (o, en la dirección contraria, como traducción tautológica de lo que la obra dicta), y mucho menos como fetiche o simple “decoración” del discurso que rodea la obra, la “expresa” o la “explica”. Las lecturas teóricas deberían más bien iluminar la obra o facetarla con una luz nueva. Pienso aquí otra en vez en Barthes, que en uno de sus últimos seminarios, después de recomendar la bibliografía del curso, ese “aparato sereno de orden intelectual”, aseguraba que en el ejercicio crítico cuenta sobre todo un deseo, un fantasma que lleva a orientar el foco, le da su verdad, su pathos y su “vitalidad desesperada”, una cita de un poema de Pasolini que invoca varias veces como un conjuro contra la asepsia de los claustros y la intelectualidad desafectada. Y pienso también en John Berger y sus modos de ver. Porque lo que sin duda se tensa y se resuelve con un raro equilibrio en la lectura de sus ensayos sobre arte es la conjunción de pulsiones críticas difícilmente conciliables. Lo que hace a Berger único entre sus contemporáneos, dijo alguna vez Susan Sontag, es una combinación de atención al mundo sensible y una repuesta a los imperativos de la conciencia. Su sintonía con la vibración social y política de una obra nunca redunda en el descuido de la materia o la forma. Berger se desliza con la gracia de un surfista por las superficies vibrantes de las piezas pero, en los ensayos más deslumbrantes, todo —la atención al detalle y al conjunto, al contenido y la forma, la biografía, la geografía y la historia— se desovilla al mismo tiempo, y la dilatada conversación con la obra, consigo mismo y con el lector cala tan hondo que cuesta decidir si lo que nos conmueve es la obra o la potencia de su imaginación crítica que nos la ha develado o redescubierto. Sus argumentos, sin embargo, nunca son demasiado concluyentes y las preguntas que Berger les formula a las obras son tan o más elocuentes que las respuestas.
Barthes, Sontag, Berger y tantos otros críticos que podríamos nombrar son por supuesto grandes escritores. De ahí, entonces, mi tercera pregunta. ¿Cómo se escribe la crítica de arte? Una pregunta que reenvía a alguna de las primeras: ¿para quién se escribe la crítica de arte? Porque si, por un lado, aquí y en todas partes, la crítica académica ha llegado a niveles de ilegibilidad muy altos, aquí, quizás más que en otras partes, abunda alternativamente un impresionismo crítico, potenciado a menudo con un uso injustificado de la primera persona. Cierto que los buenos escritores tienen a mano una serie de herramientas afinadas y una mayor familiaridad con los desafíos del lenguaje: destreza argumentativa y narrativa, imaginación metafórica, riqueza léxica. Pero el crítico, escritor o no, debería intentar no desatender algunas de las exigencias mínimas del ejercicio crítico: la descripción atenta de la obra y sus singularidades formales, esa práctica de la “lectura detallada” (el close reading o la écfrasis) que la aplanadora estética de los estudios culturales y el abuso de la teoría sepultaron en el arcón de los trastos viejos. Y atender también a la precisión, la claridad y la gracia de la escritura, porque el estilo no es ornamento del pensar sino su misma sustancia. La crítica, dijo alguna vez James Wood, un gran crítico literario, es también una suerte de "reescritura apasionada", que cuenta una historia sobre la historia que está leyendo (o sobre la obra que está viendo), y no sólo escribe sobre sino a través de los libros o las obras. Una experiencia personal de Wood ilustra esa “semejanza de visión”. En un auditorio de Edimburgo, el pianista Alfred Brendel da una charla sobre las sonatas para piano de Beethoven. Consultando unas notas a través de los gruesos cristales de sus lentes, murmura unos comentarios, pero, de tanto en tanto, se vuelve hacia el piano de cola a sus espaldas para tocar unos compases. Al piano no sólo cita a Beethoven, sino que lo recrea en la interpretación, con mucha más sustancia crítica que en las notas que balbucea con su fuerte acento vienés. El buen crítico interpreta lo que ve y lo que lee como Brendel a Beethoven, en ese particular sentido de la interpretación como ejecución.
Mi cuarta pregunta quiere volver al diálogo entre el arte y la política, que podríamos plantear hoy en términos de activismo crítico versus crítica a través de las formas. “La crítica del arte contemporáneo”, escribe el filósofo británico Peter Osborne en un ensayo reciente, “sigue dividida entre argumentos en favor del activismo y defensas de la función crítica de la forma. Los primeros tienden a ignorar el carácter artístico del arte político, mientras los últimos confían a menudo en presunciones históricamente redundantes del carácter estético del arte”. La cuestión es compleja y Jacques Rancière ha venido a auxiliarnos en la difícil tarea de repensar ese diálogo, pero la dicotomía persiste. Frente a la urgencia de algunas causas de peso —la crisis ambiental, la inmersión alarmante en el mundo digital, las luchas de las minorías—, se entiende que la confrontación se vuelva más tajante. Volver visible la crisis ambiental, por caso, se ha convertido en una tarea insoslayable también para el arte, una lente que desenfoca casi todo lo demás. Y ¿cómo no celebrar los logros de los activismos feministas, por caso, en la revisión del canon y la representatividad ampliada de las artistas mujeres? Pero de ahí mi pregunta: ¿es posible una forma del activismo crítico que no desatienda la “función crítica de las formas”? ¿Es posible una crítica de arte que, por ejemplo, acuciada por el cumplimiento de las cuotas, no deponga el juicio? La sobreactuación activista que deja de lado las tareas insustituibles del crítico, ¿no corre el riesgo de ser estratégicamente contraproducente e incluso una carta blanca para las argucias siempre oportunistas del mercado? Un colega que vive desde hace años en Estados Unidos me decía no hace mucho que había dejado de leer a algunos críticos de la prensa en los que siempre había confiado, a sabiendas de que debían responder ahora al corset estrecho de la corrección política y las cuotas imperantes en los grandes medios. Apremiada yo misma por estos dilemas mientras buscaba respuestas en el arte a las graves amenazas ambientales y tecnológicas que enfrentamos, intenté no olvidar que todo el arte que cuenta no ilustra los debates de su tiempo, no los reduce a un mero enunciado ecologista, ni los actúa en un activismo elemental, sino que los traduce en nuevas formas, nuevos dispositivos y nuevos procesos.
Mi quinta y última pregunta, por lo tanto, concierne al juicio crítico que por momentos parece haberse sepultado también en el arcón de los trastos viejos, reducido al “Me gusta” o al silencio. No sorprende que, aunque hay muchas expresiones de odio y violencia en las redes sociales, la mayoría de las plataformas no se decidan todavía a incorporar el “No me gusta”, que agregaría fricción y rispidez a la comunicación. Pero entonces ¿cómo y por qué seguir abriendo juicio en la crítica de arte? Liberada ya del dogmatismo, el proselitismo o la misión cautelar y prohibitiva que a menudo le impuso la modernidad, la crítica ha recalibrado su lugar, pero no ha desaparecido ese momento de soledad, de duda, de desafío a los saberes y los prejuicios del crítico que lleva a la atribución de valor y al juicio. Las artes visuales llevan ya varias décadas enfrentando la espinosa cuestión del valor estético. El arte conceptual intentó genuinamente volverla ociosa o irrelevante, pero es evidente que perdura enmascarada en nuevos criterios de selección de las instituciones del arte o el mercado. La ambición posmoderna de un arte democrático y transparente que alumbraría a un nuevo espectador en realidad nunca se cumplió, y el espectador tuvo que vérselas desde entonces con un arte fundado en destrezas estéticas alternativas. Y si bien es cierto que los límites entre el arte y el no arte se volvieron cada vez más borrosos, el arte conceptual nos ha enseñado que sus objetos carecen de interés crítico en tanto no puedan promover lecturas significativas. El juicio político, moral o ético ha venido a llenar el vacío de juicio estético, en parte porque el arte exige hoy la interacción del espectador en formas cada vez más elaboradas. “Es preciso analizar de qué modo el arte contemporáneo se dirige al espectador, y evaluar la calidad de las relaciones con el espectador que produce”, propone la historiadora del arte Claire Bishop. No se trata entonces de dictaminar sino de valorar. Y vuelvo a Barthes con su vocación de alejar al intelectual del campo del poder y la dominación, licenciar al crítico de los papeles vulgares de constructor de sistemas, autoridad o mentor, y sustraerse a las elecciones forzosas sin caer en la neutralidad, la apatía o el escepticismo. La discusión del valor no radica ya en el juicio apodíctico, sino que se sustenta en la caracterización precisa del objeto en términos de peculiaridades estéticas. La impostergable tarea de la crítica sigue siendo dar cuenta no sólo de la molécula —a menudo casi invisible en el arte de hoy— que hace a ese objeto arte y no otra cosa, sino también de los atributos que lo hacen diferencialmente atendible y valioso. La “descripción motivada” —así la llama el historiador del arte Michael Fried— sigue siendo el primer paso hacia la interpretación y el juicio. “¿Qué es? antes de ¿es bueno?”, para decirlo con una iluminación precoz que Susan Sontag registró en sus diarios en el 64. La caracterización de singularidades poéticas puede iluminar la eficacia formal y estética de la obra y, a la vez, acercarnos a su ambigüedad, su misterio, que en toda gran obra es también el misterio de la forma.
“La precisión del lenguaje”, dijo alguna vez Peter Schjeldahl, el célebre crítico del New Yorker que murió hace unos meses, “es la mejor forma del juicio”. Recomendaba también no irse a la tumba con un stock de superlativos sin usar, una defensa clara de la pasión crítica que podría responder en menos de 280 caracteres alguna de estas preguntas.
Imagen: The Critic Sees, de Jasper Johns, 1961, Matthew Marks Gallery, Nueva York.
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