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Desire the right. Sobre Lo que no sabemos de Malvinas, de Sebastián Carassai

DISCUSIÓN

Se sabe: en general, los títulos son obra de los editores y no de los autores. Sebastián Carassai parece no tener suerte en este rubro: su primer libro, gran bestseller (¿tal vez por su título?) se llamó Los años setenta de la gente común, una categoría (la de “gente común”) que no aparece en ninguna parte del libro y que en diversas entrevistas él mismo se encargó de advertir que no es exacta. En Lo que no sabemos de Malvinas. Las islas, su gente y nosotros antes de la guerra (Siglo XXI, 2022), hay un “nosotros” tácito primero y explícito después que marca una distancia tan categórica con “las islas” y “su gente” como la que se podría interpretar a partir de la foto reproducida en la tapa: dos personas —luego sabremos que son una maestra y un maestro británicos— miran a la cámara, mientras otra —luego sabremos, maestra argentina— está acostada boca abajo, con sus brazos cubriendo su cara. La imagen, amistosa, se presta para la metáfora burda: unos se muestran mientras otros no quieren ver. Esta combinatoria de título, subtítulo e imagen puede servir de puntapié para pensar Lo que no sabemos de Malvinas (libro) y lo que no sabemos de Malvinas (concepto).

Primero, el libro. La estructura que arma Carassai es fácil de reproducir: el primer capítulo, “Viajeros (1936-1971)”, cuenta el acercamiento del nosotros al ellos, es decir, los distintos viajeros argentinos que narraron su paso por las islas en torno a esas fechas y que luego publicaron una memoria sobre ello. El segundo, “Isleños (1960-1971)”, resume las principales ocupaciones y preocupaciones de ellos, es decir, quienes vivían en las islas entre esas fechas, gracias a una minuciosa lectura de los distintos medios que se fueron sucediendo en el pequeño poblado de las islas. El tercero, “Comunicaciones (1971-1982)”, trata sobre las relaciones que efectivamente se dieron entre nosotros y ellos en esos años, y tiene por fuentes principales la lectura de los medios isleños y argentinos, así como testimonios directos de estos últimos. Por último, el capítulo más extraño, “Cantores (1941-1982)”, busca dar cuenta, a través de la lectura atenta de las canciones sobre Malvinas que aparecen en el registro de SADAIC, de cuál fue el sentir popular sobre las islas para este nosotros, los argentinos, durante la época señalada. El “Epílogo” es simplemente un cierre que cuenta qué sucedió luego de la guerra, justamente el período en el que menos se quiere detener Carassai.

Hasta aquí, el libro, sobre el que volveremos. Ahora, el concepto: ¿Qué cosas no sabemos de Malvinas? ¿Es ese nosotros un “nosotros, el pueblo argentino”, es la comunidad académica (o las comunidades académicas) que estudia/n el tema Malvinas, o es simplemente ese argentino medio educado luego de 1982 por la escuela, otros actos oficiales y la cultura de masas que recibió apenas noticias sobre las hermanitas perdidas vinculadas a los chicos de la guerra y el último crimen de la dictadura militar perpetrado por un tirano borracho y que cada 2 de abril se golpea el pecho con la frase repetida en infinitos carteles, tatuajes y banderas: “Las Malvinas son argentinas”?

Parece tan cristalizada esta noción de lo que es Malvinas para nosotros que en el proceso de edición que atravesó el excelente —digámoslo ahora— libro de Carassai no habrían notado que gran parte de lo que supuestamente no sabemos en realidad está disponible para todo el mundo, y fue parte de la cotidianeidad hasta hace algún tiempo (es cierto también, nobleza obliga, que a veces olvidamos que aquello que llamamos “historia reciente” en Argentina sucedió hace ya más de 40 años). Las fuentes utilizadas por Carassai ponen en evidencia que en su mayoría son accesibles para todo el mundo: las historias de los viajeros argentinos a Malvinas de 1936 a 1971 fueron publicadas y bien difundidas en su tiempo (además, hace diez años Alejandro Winograd compiló Malvinas. Crónicas de cinco siglos, que incluye más viajeros). Si estos viajes no deberían suponer algo que no sabemos de Malvinas, más extraña aún resulta la lectura del capítulo sobre las comunicaciones, que abarca el período 1971-1982, es decir, un período que todo argentino de más de 50 años vivió con cierta conciencia.

¿Cómo es que no fuimos capaces, como sociedad, de transmitir estos conocimientos tan simples a las generaciones futuras? ¿Cómo puede ser que el argentino medio de menos de 50 años repita una y otra vez que las Malvinas son y serán argentinas, pero que desconozca, a su vez, algo tan elemental como lo que sucedía entre nuestro país y las islas inmediatamente antes de la guerra? ¿Acaso el 2 de abril de 1982 se recuerda tan solo como un hecho aislado, sin referir al conflicto Davidoff en las Georgias que lo antecedió, sin indicar los planes de posesión “pacífica” para forzar negociaciones ampliamente documentados y difundidos antes, sin siquiera enseñar las negociaciones que se dieron desde 1966 luego de la resolución 2065 de la ONU o el clima “malvinizador” que existió desde que el senador Alfredo Palacios puso el tema en agenda (y en las escuelas) en 1934? Llegados a este punto, pareciera ser más bien que no queremos saber sobre Malvinas, que no queremos tomar la información que está disponible y enseñarla.

Sin embargo, quizás lo más extraño sea lo que efectivamente no sabemos ni teníamos acceso a saber sobre Malvinas, y para lo cual Carassai se tomó el trabajo de viajar y de leer (sobre todo, censos y periódicos): ¿Quiénes son los isleños? Si repetimos la cantinela que sabemos de memoria, diremos que son piratas usurpadores. Quien viaje a Malvinas se sorprenderá al oír la contracara: “Tenemos más años en estas tierras que ustedes en las suyas”, dirán muchos de los descendientes de las siete u ocho generaciones que viven en las islas, reforzando el mito de que los argentinos “descendemos de los barcos” (desde 1880 a 1930 principalmente, mientras estos viejos isleños son de 1833). Si acompañamos a Carassai en la lectura podremos saltarnos esta discusión infantil y encontrar más detalles de lo único a lo que nunca le prestamos atención: quiénes viven en las islas y cómo viven allí. En la visita al moderno museo de Malvinas en Buenos Aires se reproduce una maqueta detallada de Puerto Soledad en tiempos de Vernet; luego, las siguientes imágenes de las islas son las de los aterrizajes clandestinos de FitzGerald, primero, y del avión de Aerolíneas secuestrado por Dardo Cabo y María Cristina Verrier, después, el documental que Raymundo Gleizer filmó allí (todos estos sucesos entre 1966 y 1968) y, finalmente, el desembarco el 2 de abril de 1982 y las imágenes de esos meses de guerra. Es decir, no sabemos absolutamente nada de las islas entre 1833 y 1966-8/1982 (es probable que muchos de los que lean estas líneas no sepan siquiera que Puerto Soledad no es Stanley, o que llamar “Puerto Argentino” a esta ciudad fundada en 1845 por británicos es honrar a la dictadura con el nombre con que bautizaron por decreto el 10 de abril de 1982 a la que hasta entonces fue conocida siempre como Stanley).

Carassai brinda información desconocida hasta ahora por los argentinos (los del continente, claro, si acordamos con el derecho argentino que toda persona nacida en las islas es argentina) pues repone las discusiones en los periódicos isleños (son varios que se suceden o que se publican en simultáneo por un período corto, en general mensuales o semanales). Es un buen modo para conocer cómo vivían los isleños durante el período consignado y cuáles eran sus preocupaciones, desde las económicas (la lenta pero constante caída en el precio de la lana) hasta las políticas (donde, hasta 1966, la Argentina tenía casi nula relevancia). Durante un tiempo sí estuvieron disponibles, para quien quisiera, otras de las fuentes principales que usa Carassai: los censos históricos de Malvinas realizados por los propios isleños (estaban publicados en el sitio web del gobierno isleño, pero ahora solo quedan los datos más recientes). Allí se consignaba, por ejemplo, el leve pero sostenido decrecimiento de la población de entre 2000 y 1600 habitantes a lo largo del siglo XX, y el repunte inusitado luego de 1982, hasta llegar a los actuales 3354 habitantes (sin contar la base militar de Mount Pleasant, otras tres mil personas más, según estimaciones no oficiales).

El capítulo en el que Carassai analiza las letras de las canciones populares argentinas sobre Malvinas —casi todas folclóricas— antes de la guerra es sin dudas el más osado. Sin embargo, no debería entrar en la categoría de aquello que no sabemos de Malvinas, sino más bien de aquello que sí sabíamos pero que no estaba decodificado aún a través del análisis sistemático de un cientista social: el hecho de que, para 1982, el in crescendo del interés por Malvinas había pasado de un simple anhelo a una suerte de exigencia de recuperación, que en cierta medida demuestra que las plazas llenas del 2 y el 10 de abril de 1982 no fueron hechos fortuitos sino un verdadero clamor popular (tanto como la reprimida del 30 de marzo que muchas veces se esgrime como una paradoja que no sería tal: que el pueblo estuviese agotado por las presiones económicas imperantes no se contraponía en absoluto a la necesidad de recuperación de las islas).

En el epílogo, luego de contar la prosperidad inesperada de un pueblo que parecía condenado a ser entregado de una forma u otra a la Argentina y que ahora goza de uno de los PBI per cápita más altos del mundo gracias a sus ilegítimas licencias de pesca que el fin de la guerra les permitió otorgar, Carassai llega a una conclusión demoledora: habla de un nuevo nacionalismo isleño, que se cimentó en 1982 y que crece y se consolida a medida que avanza la tensión con Argentina. Es decir: mientras nosotros sigamos apostando por un nacionalismo ciego que reza (el verbo en este caso es más que una mera fórmula) que “las Malvinas son argentinas”, ellos seguirán siendo cada vez más ellos y menos nosotros. Acaso, en tanto sigamos sin saber nada sobre Malvinas, poco podremos hacer para que nuestro reclamo llegue a buen puerto.

Desire the Right es el lema que flamea en la bandera malvinense que muy pocos argentinos conocen. Su traducción es ambigua, y bien podría referir a “desear lo (cor)recto” o a “desear el derecho”, un anhelo argentino que persiste desde 1833. Lograr ese derecho —esa soberanía— sin dudas llevará más trabajo que simplemente continuar con el inclaudicable reclamo. Conocerlos a ellos para imaginar un nosotros conjunto suena a quimera, pero puede ser un primer paso.

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