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En la última muestra de Jazmín López en la galería Ruth Benzacar, la desaparición de Ivanka deja una habitación transfigurada que oscila entre espacio expositivo y escena forense. Cinco años después de su última muestra individual, la pintura por primera vez deja de ser el elemento central en favor de un formato instalativo que destaca por su fragmentación en el espacio. El misterio de este personaje ficticio desencajado caprichosamente de la propia Jazmín López se abre paso entre obras y objetos, más con la seducción escurridiza de los rumores que con el peso sesudo de la evidencia. Su trabajo como cineasta y su faceta más teórica como profesora ayudante de Boris Groys en la New York University encuentran una feliz confluencia con su trayectoria en la pintura: en medio de una confusa puesta en escena, que continúa sus preocupaciones sobre las interrupciones y disonancias que pueden introducirse en los lenguajes del arte, las citas a otrxs autorxs y obras se entremezclan con profanaciones tontas de la pintura y un desapego hacia lo biográfico que deja lugar a la pregunta por la utopía.
En la antesala, el hall de un velorio anticipa un ánimo mortuorio que se descubre injusto, o al menos precipitado. Como el lapso que la ciencia forense exige para certificar la muerte a partir de un cuerpo sin signos vitales, más allá del velorio la ausencia del cuerpo exige una dilación temporal, no ya para establecer la muerte, sino para formular una simple hipótesis: ¿qué pasó con Ivanka? Si el velatorio prevenía los casos de catalepsia, pasear entre los objetos que Ivanka dejó genera intriga no tanto por su muerte, sino por la desaparición en sí. Lo que importa no es establecer el cierre de una biografía, sino imaginar una ruptura radical que da inicio a otra cosa; el peligro, en este caso, no es dar por muertx a unx vivx, sino obnubilarse con esa dicotomía sin pensar qué hay más allá de ella. Por eso lo que sigue es una investigación a contrapelo de una vida, porque los rastros que Ivanka dejó no buscan reconstruir una biografía sino desmembrarla, desquiciar a aquellxs que intentan saber de ella buscando piezas que encajen. Pero en ese desencaje los objetos empiezan a tejer una constelación de caprichos, conflictos, devociones y sueños.
El rumor especulativo se torna ensordecedor alrededor de un dispositivo de propulsión envuelto en cortinas de terciopelo que evoca al que Ilya Kabakov presentó en su instalación de 1985 El hombre que voló al espacio desde su departamento. La historia del cosmonauta ficticio de Kabakov estaba atada, y bien atada, por los restos que dejó a su paso: afiches de Yuri Gagarin, retratos de referentes del cosmismo ruso como Nikolái Fiódorov, Konstantín Tsiolkovski o Alexander Bogdanov, maquetas para una vida futura en el cosmos, bocetos y anotaciones detallando el funcionamiento del dispositivo de propulsión, etcétera. Cansado de esperar la realización del sueño cosmista de habitar el espacio y flotar libre de ataduras terrenales en el cosmos, el cosmonauta doméstico decidió realizar la utopía desde otras escalas y materiales. Fuera de la instalación, los relatos de los vecinos desdibujan en alguna medida la univocidad del relato: el cosmonauta saltó pero… ¿sobrevivió al salto? ¿Se estrelló en alguna terraza cercana? ¿Consiguió alcanzar el cosmos? En la habitación de Ivanka no hay un afuera en el que buscar testimonios transcritos que aclaren el suceso o que introduzcan un enigma. La carga de la prueba empieza y acaba en objetos que escapan de la condición probatoria del índice o el documento para exigir otro tipo de negociación que los haga hablar. Todo oscila entre la traba y la tentación. Los objetos pueden hablar, pero no siempre cuentan lo mismo.
Si entre el surgimiento del cosmismo y la instalación de Kabakov se extiende una historia de la URSS que traza un arco de promesas, apropiaciones, espectacularización, fracaso y olvido en torno a la conquista del espacio y la realización de los ideales cosmistas, entre la instalación de Kabakov y la desaparición de Ivanka media el triunfo total y ampuloso del neoliberalismo. Por eso, en el caso de Ivanka la relación con el cosmismo y el imaginario soviético está atravesado por un distanciamiento que nace de la imposibilidad o el desencanto y se resuelve en la ironía, el chiste fácil o la impostura. ¿Por qué darle tanta importancia a una obra que refiere al cosmismo, un movimiento vanguardista y utópico surgido hace más de un siglo en Rusia y que tuvo su propia historia de olvido? Lo cierto es que las propuestas cosmistas pueden seguir siendo atractivas: romper con la idea de progreso en favor de una temporalidad circular que avance rescatando el pasado; habitar el cosmos, llenar los museos de archivos domésticos y experimentos científicos para la resurrección y la inmortalidad, etcétera. Pero más allá de ese atractivo, traer el cosmismo de vuelta vía Kabakov es una forma de cuestionar desde muchos frentes, con un único gesto, la posibilidad de pensar hoy en utopías: ¿tenía su cosmonauta más derecho a soñar con el cosmismo que nuestra Ivanka sólo porque creció con esos ideales? ¿Ivanka está más preparada que él porque puede criticar y parodiar la tergiversación ideológica con que la URSS le inculcó esos sueños? Y, finalmente, después de parodiar y verles la hilacha ideológica tanto a la forma en que el cosmismo se pensó por mucho tiempo en la URSS como a ella misma, Ivanka, y su forma irremediablemente consumista-fashion victim de acercarse a esas promesas utópicas, ¿puede de verdad plantearse una ruptura que abrace esa utopía? Quizá nunca hubo un salto y el dispositivo de propulsión es un chiste más.
¿De quién se reiría entonces Ivanka? La desorientación de cualquiera al recorrer las escenas truncadas que fragmentan el espacio haría pensar que Ivanka se ríe de nosotrxs, pero otra vez los objetos vuelven a proponer nuevas especulaciones. En el contexto del arte argentino de los últimos años, algunas pertenencias (¿obras?) de Ivanka pueden entenderse como una contestación formal al medio de la pintura, especialmente a la pintura de gran formato tan en boga en los ochenta que permeó en las nuevas generaciones de los dos mil gracias a maestros como Guillermo Kuitca, Diana Aisenberg, Daniel García o Marcia Schvartz. Si durante algún tiempo la producción de Jazmín López estuvo enmarcada en esa forma de pensar y usar la pintura, ahora Ivanka, esa ficción inespecífica, continúa las profanaciones y los chistes que la artista venía haciendo en los últimos años (pintar con la mano “mala”, usar materiales “inadecuados”, plantear una composición aberrante, claramente “incorrecta”). Lo primero que puede verse al dejar atrás el velorio, antes de llegar a la plataforma de propulsión, es un gran lienzo con un reloj pintado de mala manera. ¿Cómo puede la pintura tergiversar las temporalidades como quería el cosmismo? Ni siquiera permite hacer el ademán para continuar la confusión. Todo parece redundar en un quietismo aletargante, y un medio tan domesticado sólo merece una profanación tonta. Incluso en aquellos que, como Malevich, fueron contemporáneos al cosmismo y abrazaron sus ideales desde la pintura. ¿El Black Square? No importa si se hace cinco veces más grande. Lo mismo da colgarlo en una esquina rompiendo su ángulo que atarle un mueble al bastidor que lo mantenga a ras del suelo. Así al menos no puede colgarse con un gesto tan ensayado.
Dejando de lado el caso más complejo de Kabakov, el juego de remakes y apropiaciones de obras no pretende desdibujar o cuestionar el funcionamiento del “original”. En este caso lo que se busca es rescatar obras en las que lo estético y lo político tienen una ligazón muy marcada para enmarcarlas en una ficción que se vuelve autoparódica. Traer de vuelta procedimientos surrealistas de collage que mezclan comerciales de Christian Dior con El libro rojo de Mao o enmarcar la radio-metralleta de La Chinoise en una suerte de cuadro-vidriera no es un gesto ingenuo. No se busca dar una súbita revitalización política a procedimientos manidos, pero tampoco cuestionarlos con una copia desdibujada. Por el contrario, es una forma de delatar hasta el paroxismo las ansiedades y las contradicciones generacionales de una niña que sueña con el cosmismo, nació capitalista y le fueron inculcadas ciertas ideas del arte que ahora intenta arruinar. Pero la contradicción no se ofrece como conclusión y por eso no redunda en lo trivial o en una impostura. La contradicción es el punto de partida para pensar qué ocurre cuando a esa trivialidad le sobreviene lo extraordinario, la desaparición. Si hay una pieza perdida, el resto se tambalea y los diagnósticos se desdoblan: ¿de verdad creía Ivanka en el poder subversivo, político de su arte? ¿Seguía creyendo en él cuando desapareció? ¿Nos está ofreciendo un retrato tragicómico de ella misma? ¿O finalmente pudieron el entusiasmo y las ganas de romper con esa atmósfera irrespirable? ¿Consiguió realizar su utopía? Lo crucial es que su desaparición plantea la pregunta de qué acción radical puede seguir a esos gestos “críticos” que, más allá de la caricatura con que se presentan, pueden reconocerse demasiado fácilmente en muchas producciones contemporáneas.
En el texto de sala, Claudio Iglesias y Patricio Orellana cierran el recorrido por la muestra sofisticando los debates entre lo infantil o no infantil en el arte, planteando una dicotomía más inadvertida y crucial: no es lo mismo ser infantil y burguesx que ser infantil y revolucionarix. En Ivanka, Jazmín López agarra convenciones, lugares comunes y ansiedades del arte contemporáneo que son tan suyos como nuestros y arma una ficción que los hace ver diferentes. La muestra no cae en ninguno de los dos polos, más bien suscita la dicotomía y deja que se convierta en un problema para el que mira. Es un alivio que nada en la muestra cierre, que la crítica y la parodia no sean autocomplacientes, que nuestra confusión y nuestro patetismo se vean reflejados y que aun así nos tentemos con la idea de que el desencanto no tiene por qué devolvernos a los lugares de siempre.
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