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Dos mil seiscientos dólares no es ni mucho ni poco dinero, todo depende de las circunstancias y el sitio y de a quién le preguntes: para un japonés que no desea enfrentarse a una ruptura amorosa y/o a la pérdida de su empleo, dos cosas que su sociedad considera profundamente humillantes, es un precio a pagar más que razonable si hace posible comenzar una nueva vida. Jouhatsu —literalmente, "evaporados"— es el nombre que reserva Japón a aquellas personas que, ya sea contratando los servicios de una agencia especializada, ya sea marchándose solas o con sus familiares, se "esfuman" de los lugares que frecuentaban y empiezan de nuevo en otro sitio; el fenómeno alcanzó su pico en la década de 1990, como narra Keiichiro Hirano en su novela Cierto hombre, pero sigue estando lejos de ser marginal: cada año, en ese país, cien mil personas desaparecen sin que la policía investigue.
Marcharse, dejarlo todo atrás, romperlo y romperse parece ser uno de los deseos más intensos del momento actual, como intuyó el escritor español Antonio Pau: unos meses antes de que la angustia provocada por la irrupción del coronavirus y el confinamiento convirtiesen ese deseo en uno de los más explícitamente verbalizados de la época, Pau publicó un Manual de escapología que lo identificaba detrás de fenómenos tan distintos como los "baños de bosque" y el incremento de suicidios, el impulso neorrural y el proyecto de una existencia en línea sólo aparentemente más libre que reemplace a la real y sus limitaciones. Nuestro —excesivo, quizás morboso— interés por el true crime y la atención que la prensa ha prestado recientemente a casos como los de la escritora Gayl Jones y la cantante Connie Converse —dos mujeres talentosas que simplemente no soportaron continuar viviendo en la sociedad estadounidense de su época—, la excelente poeta británica Rosemary Tonks y la desgraciada Susan Meachen, expresan el atractivo que la desaparición voluntaria suscita en nosotros, así como la que parece ser su motivación principal, la sospecha de que quienes huyen saben algo acerca del estado del mundo que nosotros no sabemos, pero intuimos.
“Todo lo que se presenta como indefinible, híbrido, intersticial, que es mitad bestia y mitad humano, que subvierte la división de los géneros y escapa a las leyes de la uniformidad, tiende a ser desplazado hacia el margen, ocultado y perseguido, como si fuera un emblema de lo impuro, de lo degradado, un resquicio en el tejido de la naturaleza por el que se atisba el desorden, lo abisal, y también el peligro”, escribe el ensayista mexicano Luigi Amara en Los disidentes del universo. “Lo monstruoso”, añade, “es la encarnación de nuestros miedos, es decir, de nuestras posibilidades no desarrolladas; como una irrupción al mismo tiempo obsesionante y terrible, el monstruo condensa en una figura grotesca […] lo que hemos querido tachar, lo que nos hemos prometido olvidar para siempre”. La destrucción del mundo físico —cada día más difícil de negar, dados los incendios forestales y las temperaturas extremas, la escasez de agua en buena parte del planeta y las cosechas malogradas, la sucesión de olas de calor inédita hasta la fecha y su efecto en las personas más vulnerables, incluidos los trabajadores al aire libre, las mujeres embarazadas y los ancianos— es el acontecimiento monstruoso que, en palabras de la estadounidense Lauren Berlant en su libro El optimismo cruel, es parte de eso “abrumador” de lo que no podemos librarnos. Como afirmó recientemente Noam Chomsky, “tenemos un par de décadas para decidir si el experimento humano va a continuar o si se hundirá en un glorioso desastre”.
Supongo que hay decenas de maneras de escribir un libro, y una cantidad no menor de justificaciones para hacerlo; estas disminuyen con el tiempo, en realidad, superadas como están por una producción editorial excesiva, una industria de la distracción ubicua y el surgimiento del tipo de escritura subóptima al que nos están acostumbrando ciertos periódicos, las redes sociales, las aplicaciones de mensajería —¡nunca uses signos de puntuación!— y las inteligencias artificiales: es sólo una cuestión de tiempo que estas hagan inviable el tipo de escritura “otra” que es la literatura de ficción —de hecho, para los lectores y las lectoras menos deseosos de leer por algo más que por entretenimiento, esa escritura ya es incomprensible y carece de valor—, pero este, que para algunos es el principal obstáculo para la ficción, es, en realidad, un magnífico aliciente para escribirla.
Una novela —cualquiera de ellas, por ejemplo el tipo de novela que aspira a ser La naturaleza secreta de las cosas de este mundo— sólo debería venir a decir una cosa, en este momento, y es que, como afirmó Thomas Ligotti, existe una “hermandad del sufrimiento entre todo lo que está vivo” y que ese sufrimiento es la expresión de un modo de vida dañado que multiplica el daño y lo rentabiliza. Debería ser parte de un gigantesco laboratorio donde lo clásico y lo moderno, las tradiciones, el cosmopolitismo y la innovación se combinaran de manera novedosa, sensible, inspirada. Debería ser algo que surgiese del intelecto, la voluntad y la conciencia creativas y que diese cuenta de un puñado de vidas salidas de un bosque oscuro que se preguntan por la relación entre los eventos y las cosas, entre las palabras y el mundo, entre el hecho de ser humano y las cosas que hacemos para merecer ese nombre, están a la búsqueda de algo y a veces lo encuentran. “Vivimos temiendo una catástrofe, cualquiera de ellas, pero esa catástrofe ya se ha producido”, se dice uno de los personajes de La naturaleza secreta de las cosas de este mundo; pero tal vez no sea así, y la sociedad en la que a este le habría gustado vivir —una sociedad liberada de las formas industrializadas de producción, desacelerada, igualitaria, no sexista, horizontal, solidaria, lo suficientemente vigorosa— no esté en el sitio al que se marcha sino en el futuro, en lo que Maggie Nelson llamó “la insistencia desafiante en actuar como si uno ya fuera libre” y en lo que, según Devin Kelly, podría significar “vivir en un mundo en el que aprendiéramos a reconocer las formas en las que estamos sufriendo individualmente y entonces nos dijéramos unos a otros: ‘Yo estoy sufriendo, ¿estás sufriendo tú también?’”.
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