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Durante la primavera de 2020 tuvimos la posibilidad de celebrar, de manera virtual, una presentación doble: la del libro Amor total. Los noventa y el camino del corazón, de Fernanda Laguna, editado por Ivan Rosado, junto con la inauguración del tercer capítulo de Orgullo y prejuicio. Arte en Argentina en los 90 y después, la muestra online también dedicada a su obra y curada por Francisco Lemus en la galería Nora Fisch. “¿Qué es el camino del corazón?”, le preguntaron en esa ocasión. Respondió Fernanda: “El arte es un camino, no es una obra, no es una pieza, sino que es un camino, un método, ser artista es construir un camino que no existe”. Si el camino del artista es su propia construcción, su archivo también tomará la forma del camino, enfatizará las posibilidades que permite el trayecto. Ana Wandzik, editora junto con Maxi Masuelli de Ivan Rosado, habló del interés que les produce “trabajar con los archivos de artistas vivos y en actividad y en el momento en que están ejerciendo el control sobre sus carpetas y sus cosas”, cuando cuentan con el poder de seleccionar sus materiales siguiendo sus propias normas y en diálogo con la edición o el trabajo curatorial. Libro y muestra se plantean, de este modo, no tanto como exhumación del pasado, sino como un recorrido en tiempo presente. E incluso, podría decirse, como el trazado de un comienzo.
Sabemos que el comienzo no es un origen. En retrospectiva, el comienzo se sitúa en un punto significativo, que ilumina y resignifica el camino. Si bien la muestra funciona como una gran retrospectiva de Laguna, ya que socializa y ordena un archivo cuyos materiales se encontraban en buena medida dispersos —se reúnen, por primera vez de manera conjunta, obras de diferentes períodos, la edición de Poesías, de 1995, la gráfica de publicaciones de Belleza y Felicidad, videos realizados en Villa Fiorito y muchos otros documentos cuidadosamente ordenados y periodizados por Lemus—, tanto la muestra como el libro reconstruyen con detenimiento la escena del inicio, la de los años noventa. El libro, en una edición preciosísima, incorpora las obras que van de 1994 a 1999 y los textos curatoriales de sus primeras exposiciones, de junio del 94 y octubre del 95, en la Galería del Rojas, dirigida y fundada en 1989 por Jorge Gumier Maier. Incluye, además, un excelente prólogo de Lemus, una biografía escrita por la propia Laguna y Bárbara Golubicki y una lista de las exposiciones de la década.
Hay en los noventa, señala Lemus, un momento embrionario y nuclear, un “legado radical” que irá expandiéndose, en los años venideros, tanto en la propia obra de Laguna como en el arte contemporáneo argentino. Todas las experiencias que Fernanda generó luego, desde Belleza y Felicidad en adelante —la galería en Almagro y luego la galería y escuela de arte en Villa Fiorito y los múltiples espacios, proyectos y centros culturales que siguieron—, ramificaron y afianzaron las claves ya presentes en aquellas exposiciones: “[En Belleza y Felicidad] Las bolsas blancas en las que se ponían algunas de las chucherías y libritos que se vendían, eran dibujadas con frases y corazones animados. Ese tipo de imagen que años antes había sido exhibida en las paredes del Rojas, independizada de su contexto, purificada, nuevamente fue puesta en su cauce original”. La precariedad, la economía de recursos, las manualidades, la creación de circuitos de sociabilidad y la apuesta por una política de vínculos horizontales, corporales y afectivos —marcas de un momento contracultural de los ochenta y noventa—, remodelaron los límites del arte y también de la poesía. Enseñaron otras formas de escribir, pintar, editar, curar, crear lazos.
Mucho se ha escrito sobre esa revolución autogestiva de los 2000. Amor total y Orgullo y prejuicio nos llevan hacia sus años previos. “Su obra comenzó con pequeñas copias sobre bastidores y hojas decoradas con brillantina”, nos cuenta Lemus. Figuritas, reproducciones de fotografías de revistas o de tapas de discos. Gumier Maier, en el texto para la muestra del 94, encontraba en esas copias el recuerdo de una academia barrial, donde aprender arte era copiar “frisos, estudios anatómicos, rostros de bebé y ancianos, paisajes tiroleses”. El impulso democratizador de la copia, la absorción casera de distintos motivos del arte popular, le permitían a Gumier encontrar menos una resignificación kitsch que un acto creador: “Ella mira algo bello y se enamora, lo pule, lo fija y le da esplendor”. Una poética despojada y sin metáfora: “lo que hago es lo que veo con los ojos”, “copio las cosas como a mí me hubiera gustado haberlas visto”. Formas de captación, de apropiación, de imágenes o de momentos. “Todo el trabajo de los noventa”, comentaba Laguna en la presentación online, “es un ejercicio de aislamiento profundo para encontrar eso que yo sentía. Entonces son todos ejercicios de lo que a mí me gustaba, para poder tenerlo. Por ejemplo, pinté a Cristian Castro y a Luis Miguel y era una manera de tenerlos conmigo. Yo trabajaba en el Once con bijouterie. Y escuchaba la radio y estaban a pleno Cristian Castro y Luis Miguel, en el 92 y 93, y son como un registro de escuchar una canción que te gusta y decir ‘ahora los tengo y son míos’. Por eso los cuadros tienen una cosa muy objetual, son chiquitos, para poder tenerlos conmigo. Yo, muchas veces, muchísimas veces, he ido a bailar a discotecas con cuadros míos en la cartera”. Crear pequeñas fantasías para tenerlas y llevarlas consigo. En la muestra del 94 había sobre pedestales blancos distintos peluches y una casita de madera que también era una lámpara. El mundo de Fernanda construía ciertamente un interior, pero el de una artista sin conceptos que la enmarcaran. “A veces yo compro un cañamazo con diseño para bordar, y sólo le agrego algo si siento que es necesario, si es que me gusta más, pero si veo que ya está bien, mi elección es dejarlo como es”, le dijo a Gumier por aquel entonces.
Tamara Kamenszain conceptualizó ese “retorno de lo real” (para mencionar el ensayo de Hal Foster sobre las artes visuales de fin de siglo) en la poesía argentina a partir de la renovación que provocaba ese tratamiento literal, sin metáfora, de la escritura. Pienso especialmente en La boca del testimonio y Una intimidad inofensiva, dos grandes ensayos que permitieron hacerlo. Una nueva poética de la sensibilidad, dice Kamenszain, trabaja con lo propio sin mediaciones, “donde más que preguntarse qué y sobre qué quiero escribir, directamente se escribe”, y donde, invirtiendo el valor del hermetismo barroco, “sólo lo fácil es estimulante”.
Amor total y Orgullo y prejuicio nos permiten hoy dimensionar la exploración de ese, acaso, inusual minimalismo en la escena de los noventa. Un número cinco grande, mirando para un costado, y otro número cinco pequeño, en un cuadro que se llama “55”. Una reproducción de la cara de Luis Miguel, en otro que se llama “Luis Miguel”. Un apasionarse, fanatizarse con las cosas para poder hacerlas otra vez, sencillamente, sin la metáfora pop, sin la ironía de Duchamp. Y, a su vez, que esas cosas no sean cualquier cosa, sino sólo aquellas que recuerden los sentimientos (los algodones, el papel higiénico, nos decía Laguna en la inauguración), las mudanzas (los ruidos del mimbre). Una materia prima accesible. Como los corazones, los cisnes, las flores, los gatos y las copas: un imaginario modernista y popular que podía encontrarse tanto en el calendario de la panadería como en los poemas que integraron los manuales de escuela.
Son esos noventa un momento tan creativo como intempestivo y despojado. Su sencillez, que se distanciaba de las legitimaciones canónicas, encontró cobijo en el Rojas y en Gumier Maier, y eso que nos traen el libro y la muestra nos permite pensar nuevas tradiciones y preguntas. ¿Qué nos dice la obra de Laguna si la leemos totalmente en otra serie? Casi diez años antes de esa muestra inaugural, pero a muy pocos de la apertura de la galería, en 1987, mientras ponía en escena en el Rojas El puré de Alejandra, Batato Barea publicaba unos fanzines, sus Historietas obvias, compuestas con personajes mínimos, simplicísimos: Araca, Cala y Jaca y hasta la misma Nada. Sus textos eran únicamente poemas de Pizarnik o de Alfonsina Storni. El tratamiento de las palabras, en Batato, tenía una literalidad muy parecida a la de Fernanda: las lágrimas cuadradas del poema de Storni caían en una viñeta como una lluvia de cuadraditos. Luego, en 1988, también en el Rojas, César Aira dio sus conferencias sobre Copi, para pensar un humor y unos pasajes de la literatura al dibujo que recuerdan, en su simplicidad, aquellas imágenes de Fernanda, compuestas por apenas unas lanitas, unos palitos, unos ojitos. Vías de indagación, preguntas, que sólo se esbozan gracias al archivo que abren Amor total y Orgullo y prejuicio, el cual nos permite imaginar esa zona de cruce entre Fernanda Laguna y el Rojas. Allí el arte se volvió camino; una obra vasta y multiforme ya establecida como una de las producciones más transformadoras del arte latinoamericano de los últimos veinte o casi treinta años.
Imagen: Mi mejor amiga extraterrestre, de Fernanda Laguna, acrílico sobre tela, 1995.
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